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La variable “arbitrariedad” en el ejercicio del poder[1]

Luis Armando González

 I. Según la Real Academia Española (RAE), la palabra “arbitrario” (o arbitraria) significa lo siguiente:

“1. adj. Dicho de persona: Que actúa siguiendo su voluntad o capricho, sin ajustarse a las leyes o a la razón. Es arbitrario e imprevisible en sus decisiones. 2, adj. Dicho de cosa: Que depende de la voluntad o el capricho de alguien, sin ajustarse a las leyes o a la razón. Han seleccionado a los candidatos con criterios arbitrarios, sin hacerles ninguna prueba”.

A partir de ello, “arbitrariedad” vendría a ser lo que hacen las personas arbitrarias, es decir, las que actúan “siguiendo su voluntad o capricho, sin ajustarse a las leyes o a la razón”. Es eso lo que se recoge en enunciados como el siguiente: “este funcionario público hizo gala de una arbitrariedad más, de las muchas que lo caracterizan”. O sea, quienes son arbitrarios realizan arbitrariedades. Pues bien, ¿a qué vienen estas alusiones a los vocablos citados? Enseguida lo explico.

II

Resulta que en distintos espacios de análisis sobre dinámicas económicas, políticas y sociales –y en conversaciones con colegas expertos en ese tipo de análisis— he escuchado y seguido con atención los planteamientos sobre el ejercicio del poder (político-estatal, se entiende) que se está dando en distintas naciones en las que, en la actualidad, destacan los “hombres fuertes”[2] o con pretensiones de serlo.

Estos dirigentes políticos, además de sus estilos peculiares de hablar (son estridentes, incoherentes, presuntuosos, bobalicones, bravucones…), toman decisiones tanto respecto de asuntos de envergadura –en los que se ponen en juego el bienestar y la tranquilidad de miles de personas— como de cosas nimias –por ejemplo, la ornamentación de un parque o los arreglos navideños en los centros de las ciudades—; deciden y dan órdenes por doquier, imponiendo sus criterios y estilos estéticos, arquitectónicos y educativos; cambian de marcha en los proyectos anunciados e iniciados; y usan y manejan (por lo general ocultando la información correspondiente) no sólo recursos financieros extraordinarios, sino patrimonio público que, a la vista de todos, se convierte en patrimonio privado.

Según las naciones que los celebran (y los sufren) van concentrando cuotas de poder cada vez mayores; y pretenden usar ese poder (en bastantes casos no sólo es pretensión) para remodelar los aparatos estatales, las instituciones, la sociedad y su geografía, todo lo cual –por lo que dicen y hacen—se les presenta como algo fácil de hacer, sólo dependiendo de su voluntad y designios.  En estas “remodelaciones” –que se nutren de las recomendaciones de asesores nacionales y extranjeros, y que son ejecutadas con entusiasmo por equipos de trabajo dispuestos a seguir las órdenes emanadas de “arriba”— no se caracterizan por poseer un diseño estratégico bien meditado, sino que van haciendo a la medida, y con los ritmos, dictados por la arbitrariedad que emana del círculo de mayor poder (en cuyo centro, obvio, está el “hombre fuerte”).

Desde ese círculo se insiste en que nadie, nunca en la historia de la humanidad, ha hecho lo que el “hombre fuerte” está haciendo en su nación. Y, por ello, éste proclama, sin rubor y con una confianza desbordante, ser modelo por todos los habitantes del planeta. La pone difícil, ciertamente, porque hay varios “hombres fuertes” y tratan de emularse; y, bueno, si se los pone en fila para compararlos para elegir a uno de ellos como el “mejor” lo más sensato es cerrar los ojos y hacerlo al azar puesto que, además de no estar claro quién copia a quién, no se diferencian en lo sustancial.

Con todo, más allá de lo anterior –que es una especie de “fenomenología” de los “hombres fuertes” del presente (aunque también del pasado)— lo recurrente en los distintos espacios de reflexión y análisis, dedicados a comprender su ejercicio del poder, ha sido el esfuerzo por usar marcos interpretativos y explicativos que tienen como supuesto que las acciones humanas son racionales y lógicas.  Y así, las decisiones más disparatadas y erráticas (en la inversión pública en infraestructura y en las asignaciones presupuestarias en las áreas de salud, educación, medio ambiente y seguridad; en las destrucciones-edificaciones en las ciudades…) se han tratado (y se tratan) de leer en clave de decisiones enmarcadas en un plan estratégico subyacente en el cual esos componentes (por muy ilógicos, irracionales y fatuos que sean) supuestamente encontrarían su lugar lógico y ordenado.

En el extremo, hay quienes quieren ver en los disparates más estrambóticos una “visión” según la cual estos “hombres fuertes” tendrían controlados todos los factores en juego, tanto del presente como del futuro.  Es decir, se trataría de dirigentes políticos dotados de una clarividencia superior –de la que no gozamos los demás mortales—, misma que los dotaría de una especie de bola de cristal en la que se les mostraría, solamente y a nadie más que a ellos, los distintos hilos que mueven la realidad natural y social. Cuando se visualiza un disparate no se lo toma directamente como tal, sino que suele expresar algo así como: “¿no será que con esa acción o decisión ese presidente estará buscando un efecto que nosotros no alcanzamos a ver ni a entender?”.

Obviamente, no tiene ningún sentido –porque no tiene respaldo científico de ningún tipo— pensar que hay personas capaces de conocer y manejar todos los hilos de la realidad; ni las más inteligentes ni las menos. La falibilidad humana debería ser aceptada sin discusión; y también debería aceptarse que nadie la vence (es decir, se hace infalible) por el hecho de poseer mucho poder político. Lamentablemente, hay demasiada gente que cree, equívocamente, lo contrario.

III

Así, armados con los supuestos interpretativos apuntados, no es de extrañar que las idas y venidas en el ejercicio del poder de esos “hombres fuertes” (lo que incluye, como ya se dijo, decisiones erráticas e irracionales, incoherencias, meteduras de pata, proyectos truncados, obras sin sentido, planteamientos absurdos y un largo etcétera) se quieran entender o bien como parte de un proceso lógico, racional y ordenado o bien como parte de una “visión” que los demás no entendemos ni entenderemos jamás.

El asunto es que por más empeño que se ponga en interpretar lógicamente-racionalmente algo que no tiene lógica ni es razonable menos útil es esa interpretación, pues aspectos importantes quedan fuera de ella. Y un aspecto que desde mi punto de vista no debe quedar fuera es el de la arbitrariedad con la que, en algunos casos, puede llegar a ejercerse el poder político. Más aún, soy de la opinión de que este factor (esta variable) está siendo crucial en el ejercicio del poder que están realizando distintos “hombres fuertes” en el momento actual.

¿Qué quiero decir con eso? Lo siguiente: que muchas de las decisiones importantes que están tomando estos “hombres fuertes” probablemente no obedecen a ningún plan razonablemente estructurado, sino a las simples ganas (ganas que dependen de su humor, mala educación, prejuicios, recelos, intereses, odios, temores y rencores) que tienen de que tales o cuales cosas se hagan de tal o cual manera.

Las veces en que he planteado esta hipótesis –pues eso es— he notado que algunos colegas se la han tomado como algo chocante y quizás un tanto brusca; y los entiendo. Formados en tradiciones de análisis keynesianas, neo keynesianas y weberianas, constitucionalismo, institucionalismo y elección racional, y habituados a examinar situaciones en las cuales esas tradiciones se muestran potentes para la interpretación y la explicación, no les suena que una gestión estatal pueda ser llevada desde el capricho, los prejuicios e intereses de un gobernante y su círculo íntimo de poder.

En fin, no les suena bien la afirmación de que, a lo mejor, a un grupo que gobierna en una determinada nación lo que le interesa es esquilmar, rápida y ferozmente, a la sociedad, siendo todo lo demás (políticas públicas, de inversión, fiscal, etc.) absolutamente irrelevante en sus implicaciones y efectos inmediatos y en el largo plazo.  Es una afirmación dura, lo sé, pero en los tiempos que corren quizás sea conveniente no descartarla tan rápidamente. El “espíritu de los tiempos” parece reclamarla.

Por ello, creo que quemarse los sesos tratando de integrar decisiones erráticas en una planificación estratégica, razonable y lógica, es gastar energías intelectuales en algo que no lo merece.  Nunca es más necesaria que ahora la parsimonia explicativa, es decir, buscar la explicación más directa y con la menor cantidad de supuestos. Y la explicación más probable para el modo cómo ejercen el poder estos gobernantes erráticos, incoherentes, manipuladores, bravucones y acumuladores de poder y patrimonio quizás sea la arbitrariedad que los caracteriza, es decir, que ejercen el poder arbitrariamente y que son arbitrarios.

La palabra técnica para ese ejercicio del poder es “discrecionalidad”. Y la discrecionalidad con la que un gobernante ejerce el poder corre pareja con cuánto poder tiene en sus manos y con la debilidad o fortaleza de las instituciones, así como con la naturaleza de las constituciones políticas que sostienen al poder político. Los marcos constitucionales y jurídicos democráticos constriñen la discrecionalidad (y arbitrariedad) de los gobernantes; de hecho, esa es la finalidad expresa con la que fueron creados. Marcos constitucionales y jurídicos no democráticos –que los ha habido, los hay y los habrá— favorecen ejercicios arbitrarios del poder político. De ahí el afán de los distintos “hombres fuertes” (personas arbitrarias) del pasado y del presente por quebrar los marcos constitucionales democráticos y el Estado de derecho.

IV

No constreñida por marcos institucionales y constitucionales democráticos –y no constreñida por ninguna presión social favorable a la democracia— una persona (o un grupo de ellas) con poder político suficiente puede dar rienda suelta a sus intereses, fobias, filias, rencores, prejuicios, creencias y opiniones, y tomar decisiones económicas, políticas, educativas, culturales y ambientales  e imponerlas a la sociedad, porque sí, porque le viene en gana, porque se le ocurrió en algún momento del día o de la madrugada.

Por supuesto que esas decisiones no poseen una calidad superior ni indiscutible respecto de cualesquiera otras. Lo propio de ellas es que quien o quienes las imponen lo hacen porque tienen un poder político no controlado ni jurídica ni socialmente. Podrán decir (y podrá decirse) “el gobierno dice que la niñez debe ser entendida de tal o cual manera” o “según el Estado, la navidad debe celebrarse de tal o cual forma”, pero ni el gobierno ni el Estado son entidades que dicen u opinan; lo hacen las personas concretas (falibles, con conocimientos limitados, con prejuicios, intereses y rencores) que ocupan cargos de alto nivel en gobiernos y Estados.

Si en esos cargos de alto nivel esas personas obran discrecionalmente, es decir, arbitrariamente, la sociedad entera tendrá que soportar sobre sus espaldas el peso de sus decisiones fuera de todo control, réplica o debate.  Contra esa posibilidad es que se erigió el republicanismo democrático y el conjunto de sus instituciones. Es claro que en muchos lugares la democracia y el Estado de derecho se resquebrajan ante la arremetida, desde el interior de los Estados y los gobiernos, de tecnoempresarios y anarcocapitalistas de distintas procedencias. Y, por ello, es necesario incorporar en el análisis de las gestiones políticas que los están resquebrajando la variable “arbitrariedad”, pues ella quizás ayude a entender eso que fenomenológicamente se nos presenta como un quehacer político confuso, difuso y errático.

Que quienes ejercen el poder político sean arbitrarios –es decir, actúen “siguiendo su voluntad o capricho, sin ajustarse a las leyes o a la razón” y sean arbitrarios e imprevisibles en sus decisiones—, no quiere decir que no tengan objetivos claros, que por cierto no requieren de ninguna sabiduría superior, pues son los que siempre han perseguido las personas ambiciosas desde la noche de los tiempos: acumular poder político para acumular riqueza material y viceversa.

La arbitrariedad es, ahora como lo fue en el pasado, una muy buena herramienta para cumplir con esos propósitos. También cabe añadir aquí los constreñimientos que puedan (o pretendan) imponer a esa arbitrariedad desde instancias internacionales, como es el caso de los organismos financieros internacionales, cuyos responsables suelen guiar sus acciones y decisiones desde cálculos y planes estratégicos. La conciliación de intereses es posible, siempre y cuando, por un lado, la arbitrariedad de los “hombres fuertes” no entorpezca (y más bien favorezca) los objetivos estratégicos de esos organismos; y, por otro, los representantes de éstos últimos toleren la arbitrariedad de sus socios en el manejo de los recursos financieros otorgados.

V

Para terminar, es inevitable no decir algo sobre las afirmaciones que se hacen acerca de que los “hombres fuertes” ponen de manifiesto su “grandeza”, “infalibilidad”, “sabiduría” y “magnificencia” no sólo en el respaldo social que reciben –en procesos electorales, por ejemplo—, sino en la pleitesía y admiración que reciben por parte de amplios sectores sociales. En realidad, si se reflexiona bien sobre el tema, más que de la grandeza del “hombre fuerte”, de lo que se trata aquí quizás sea de una grave pobreza cultural (educativa, ética y política) en esos amplios sectores sociales.

A la creencia de que esos “hombres fuertes” imponen su “visión” (o sea, sus creencias, valores, prejuicios, etc.) a la sociedad (y con ello la moldean a su antojo), se debe contraponer una hipótesis distinta: que esos hombres fuertes, al ser hijos de la sociedad que los aprueba y diviniza, están empapados de la visión (prejuicios, temores, odios, creencias, valores, hábitos, aspiraciones, etc.) predominante en esa sociedad. Por eso, amplios sectores sociales –desde profesionales hasta comerciantes y obreros; desde personas jóvenes hasta personas adultas— se sienten contentos y felices con alguien que refleja lo que ellos sienten y creen.

En suma, esta hipótesis dice es que los “hombres fuertes” no han hecho nada extraordinario para comprender o sintonizar con el sentir y pensar social (un sentir y pensar moldeado por una endeble cultura educativa, ética, estética y política), dado que han sido moldeados en el mismo marco cultural (educativo, ético, estético y político). Con lo cual cae por su peso que el problema de fondo –para las naciones que los idolatran y sufren— no son los “hombres fuertes”, sino las propias sociedades cuya cultura (educación, moral, sentido estético, prejuicios, sueños, ambiciones, etc.) las lleva a identificarse –atrapadas en el síndrome del enamoramiento— con ellos.  Sociedades superficiales y presuntuosas (en los tiempos que corren, se presume de cualquier cosa: desde la comida y los paseos, pasando por los teléfonos celulares, hasta los grados académicos, en especial si se trata de doctorados[3]) no pueden menos que gustar de gobernantes presuntuosos y superficiales.

Así pues, por más que se busque, los “hombres fuertes” no tienen nada que los haga superiores (en talento, conocimientos o capacidades) al resto de los mortales. Simplemente, el poder que poseen ha sido un regalo de las sociedades que se ven reflejadas en ellos. Nunca mejor dicho: estas sociedades tienen los gobernantes que se merecen.

San Salvador, 11 de diciembre de 2024

Fuente de la imagen: https://indepaz.org.co/el-embeleco-de-la-autoridad-la-cara-oculta-del-autoritarismo/

 

[1] Este texto debe mucho al intercambio de ideas que el autor ha tenido en los últimos meses del año con colegas universitarios en distintos espacios. En primer lugar, con Ventura Alas, en una visita a El Alto, en la zona de San Antonio Los Ranchos, Chalatenango. Agradezco a Ventura por la lectura previa y revisión del texto. En segundo lugar, con Rommel Rodríguez, en el marco de sus reflexiones sobre el Proyecto de Presupuesto 2025. Y, en tercer lugar, con Rubén Funez y su grupo de análisis y reflexión, con quienes tuve un coloquio sumamente fructífero. Obviamente, las opiniones contenidas en este escrito son de mi exclusiva responsabilidad.

[2] No hay sexismo de ningún tipo en esta expresión, pues se trata en efecto de hombres.

[3] En efecto, en El Salvador el “doctoreo” (es decir, el soy doctor, dígame y le digo doctor) se ha vuelto algo francamente chocante. Esta fea moda es lo opuesto a la modestia, prudencia y humildad que en tiempos pasados, pero no muy lejanos, caracterizó a quienes poseían ese u otro grado académico superior.

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