Mauricio Vallejo Márquez
La noche era cada vez más densa y en una humilde casa, apenas en pie, la luz de una vela despintaba la oscuridad. Hacía pocas horas Matilde, a la que llamaban la brujan del pueblo, se había arrojado desde el despeñadero. Antes de dar el salto descubrió que alguien la observaba, le lanzó una mirada llena de odio y dijo:
—Ve. Ve a decirle al pueblo que me mato por culpa de ellos, y diles que aunque yo no regrese de la muerte me vengaré.
El testigo era un desnutrido niño de ocho años que corrió a su casa para contarle todo a su madre. La mujer escuchó con una mirada fría el relato, reclinó su cabeza y meditó por un momento. En poco tiempo se enteró todo el pueblo.
La venganza comenzó la misma noche del suicidio. Un joven fue encontrado degollado en un establo, de sus heridas salían gusanos negros y peludos. Las amenazas de la hechicera comenzaban a manifestarse.
—¿Qué le hicimos a Matilde? –preguntaban.
—Seguro fue por amor, dicen que se enamoró del cura –sostenían algunos.
Al pasar los días, los más valientes decidieron revisar la vivienda de la supuesta bruja. No encontraron ninguna señal que esclareciera los sucesos.
Un día los animales del establo del cura desaparecieron y mientras él los buscaba, las campanas de la Iglesia fueron batidas a todo pulmón. El cura corrió a la Iglesia a preguntar quién las estaba moviendo, pero no había nadie. En el campanario encontró un mechón de cabello de Matilde. En ese momento por primera vez afirmó: “Matilde era una bruja”. Así habló el cura a sus feligreses en la misa del domingo.
Los sucesos fueron cada vez más extraños. Objetos que ante los ojos de las personas desaparecían sin explicación. Por las noches se escuchaban quejas de animales cuando son sacrificados.
El miedo aumentó.
Todos aseguraron que era culpa de Matilde.
La vela se apagó por un momento y Marta, con la mayor rapidez, volvió a encenderla. Su pulso temblaba y podía verse el temor en su mirada. El cura gritaba en la calle:
—Exorcizo este pueblo en nombre de… —La voz del sacerdote se apagó a la distancia.
Marta y su anciana madre se vieron a los ojos. La joven intentó pronunciar palabras, pero fue silenciada por una señal de la anciana, quien a su vez con un movimiento de su mano le pidió que escuchara lo que ocurría afuera. Cuando el silencio volvió a reinar se hizo notorio el chillido de la mecedora en que descansaba la madre. La vieja le pidió a su hija que se acercara a ella y en susurro le dijo:
—¿Oíste al cura?
—Sí mamá, está exorcizando al pueblo.
—No. Está jugando con nosotros.
—Mamá, ¿por qué dice esas cosas? Si el cura la llega a oír, seguro la excomulga por incrédula.
—¿Qué me va a hacer? Si desde que era del tamaño de ese banquito lo conozco.
—Bueno, está en usted…
Marta dejó de hablar y volvió a la ventana. Vio al cura de rodillas frente a la casa de Matilde y dijo:
—Ya ve, el curita está bendiciendo la casa de la bruja.
La madre detuvo la mecedora un momento y con un tono grave habló:
—Sí, la casa de su mujer, Matilde era la querida del cura… Se suicidó porque esperaba un hijo de él y sabía que ser hijo de cura es lo mismo que ser hijo de nadie. Yo le dije que se le iba a secar el vientre por ese terrible pecado.
—No puede ser mamá, no le creo.
—Esa es la venganza de la infeliz: atemorizar al pueblo. El cura sólo siguió el juego de ella. Es un hombre como cualquier otro, por eso inventó que la desgraciada era una bruja. Ahora está arrepentido, pero ya es tarde, cuando el pueblo sepa ya vas a ver…
Ante la mirada atónita de Marta la anciana se levantó de su mecedora y con pasos lentos se acercó a ella y le dijo al oído:
—Viste, las brujas sólo existen en los cuentos.
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