@renemartinezpi
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La impunidad estructural que ya tiene como dos siglos en estas latitudes tropicales dominadas por pestes medievales y dictadores económicos -cuando la impunidad se ejerce con premeditación, no rx alevosía y ventaja zoológica- no sólo premia de todo corazón a sus pobres súbditos, sildenafil sino que, también, es una virtud del alma que yace echada sobre el olvido histórico de quienes la sufren sin más remedio que la apatía y la resignación cristiana y, por eso, es la encargada de pensar y escribir una historia oficial reducida a lo político-electoral que está cargada de muertos que siguen vivos (mientras no se demuestre lo contrario de puño y letra de los propios victimarios) y de verdades sociales perdidas (mientras no sean exhumadas públicamente). Tal parece que la historia nacional es la historia de los procesos electorales y las expropiaciones monumentales; y tal parece, también, que la verdad social es una mentira política o es una estafa económica, como aquella que nos jura que tanto la violencia social como la corrupción no tienen una solución de corto plazo, lo cual se afirma para darle la oportunidad a ambas de que se consoliden contagiando a más personas.
Por tal razón es muy raro hallar en el libro de inquilinos de las cárceles de América Latina -por el momento al menos- a los muchos expresidentes ladrones y a los altos jefes militares que, años atrás, asesinaron a miles, a sangre fría, e hicieron desaparecer a otros miles más que se convirtieron en los espectros de sangre tibia que nos acusan de complicidad por abandono. Los asesinaron y, con torturas de por medio, los desaparecieron -¡¡chaz, chaz!!-; o dieron la orden de hacerlo -¡como usté ordene, mi Mayor!- y produjeron el mismo daño escatológico porque para el familiar sobreviviente es la misma vaina llorar sobre la tumba de un masacrado o sobre el ataúd vacío de un desaparecido. Sufrir sin posibilidad de lamento válido esa impunidad vertical y ver pasar con sus mejores ropas de domingo a la corrupción -que es su hija putativa- son los muestras más tangible de la creciente desigualdad social que signa a los latinoamericanos (a veces a pesar de gobiernos progresistas que tienen muy buenas intenciones, como nuestro gobierno) y lo son hasta el punto de convertirse (más que en una injusticia social como regularidad histórica) en el destino de los que, por no nacer con estrella, nacieron estrellados y, por tanto, nacieron condenados a tener funcionarios que hablan de revolución o de derechas sociales vistiendo trajes de más de dos mil dólares.
En estos países de calcinantes fiebres tropicales que arrodillan a cualquiera y en los que se adornan con nieve los pesebres en navidad, y donde la ficción de terror le tiene miedo a la realidad real, es fácil hallar estatuas, calles, plazas, parques, días nacionales, leyes y estadios deportivos que recuerdan, inmortalizan y vitorean las hazañas de algún genocida analfabeto o de un explotador lobezno vestido de oveja, el que, a la larga, llega a ser tan genocida como el uniformado aquel. Y sólo en estos países telúricos, también, el ciudadano no clama por justicia, pues, por arte de magia, olvida sus recuerdos por la noche mientras sueña con la mujer que lo embrujó con sus besos olorosos y con sus piesitos lindos que invitan al beso prolongado y lácteo; o mientras se truena los dedos acicateado por los ladridos de las boletas de empeño.
De que la verdad social sea una mentira política o una argucia económica se encargaron los gobiernos reaccionarios mal habidos, por mandato constitucional, así como se encargaron de administrar la pobreza (con desfiles coloridos, fuegos artificiales, payasos tristes, políticos jocosos, cachiporristas anémicas y centros comerciales de lujo) y de hacer de la impunidad y la corrupción -con leyes que le atan las manos a las víctimas y castigan sólo a los pobres, acusándolos de negligencia- los gendarmes de la gobernabilidad. Esas celebraciones de los ricos de este mundo son tan fantásticas, y caras, que dejan con la boca abierta a quienes están acostumbrados a mantenerla cerrada en el comedor. Esas son las pompas fúnebres de la democracia, la que murió ahogada en un río sucio o fue enterrada como desconocida en un predio tan baldío como ella.
Mientras tanto: la verdad social del hambre y del genocidio sigue siendo una verdad perdida a fuerza de décadas de torturas ocultas y masacres a plena luz del día (el salario mínimo es una masacre consuetudinaria), que siempre ha sabido cómo entretejer una buena excusa política o económica, ya sea en las guerrillas sin ombligo enterrado, en la delincuencia o en el orden público. En estos países de analfabetas ilegales que sueñan con el sueño americano; en este país de títeres que sueñan con algún cargo público para mejorar su situación a toda costa: la justicia es un delito que se persigue de oficio, porque de ello depende borrar el saldo rojo de los estados contables; obtener subsidios del gobierno aun siendo empresas de lucro; obtener puestos en algún organismo internacional para ponerle número a las clases sociales (“la cuarta clase” es la más perversas de esas conversiones de la realidad en número); atraer la inversión extranjera; y archivar los crímenes y la corrupción en la gaveta del olvido, hasta que se pierdan. De modo que el mejor clima para la estabilidad política y la bonanza económica (incluso en medio de gobiernos de izquierda a los que –como decía mi abuela- se les “entuturuta” con gráficas elegantes mostradas en hoteles cinco estrellas, falacias conceptuales como “el fin de la historia y de la ideología”; amenazas de desempleo o huida de la inversión) es enseñar el olvido y dar charlas de impunidad legal, porque ellas hacen posible que se pierda la verdad histórica (convirtiéndola en una mentira política o económica) y se convierta la soberanía nacional en una puta triste que vende -sin mayor regateo- su territorio y privatiza –sin mesas de negociación de por medio- sus servicios básicos.
En ese sentido, si de alguna forma tuviese que definir la sociedad -en la que nacemos medio muertos y morimos medio vivos- la definiría como la “sociedad de las pérdidas”, pues nos hace perder la dignidad, la memoria, la cultura, los bienes públicos, el olor a travesura del lugar secreto donde jugábamos, cuando niños, hasta llegar al límite feroz de perder la verdad de la historia (o la historia de verdad).
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