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La verdad social es una mentira política o económica (2)

@renemartinezpi
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Y toda pérdida social o individual -nos enseña la Iglesia de “la no liberación” al momento de cerrarnos la boca con la ostia o con el diezmo forzado de los cultos- genera temor, pharm y es el temor el que se adueña de la vida de los que no son dueños de nada: temor a perder el trabajo; temor a perder la vida en un callejón oscuro o al momento de cruzar la calle; temor a perder la vida antes de la jubilación; temor a perder la libertad al momento de votar; temor a perder los hijos en las manos óseas de las drogas, las pandillas, la política o a extraviarlos en el abrazo gélido de una frontera inhóspita; temor a perder una llamada urgente si nos despegamos del celular; temor a perder la ilusión si aplazamos el parcial de realidad nacional; temor a perder el estatus o la autoridad si no vestimos a la última moda o si no nos compartamos como opresores de nuestros iguales cuando se da la oportunidad de hacerlo (“sólo por las malas entienden estos cabrones, señor Ministro” –alegan, para justificar sus actos-) y eso explica por qué algunos Directores Departamentales del ramo de educación –según dicen las noticias y lo confirman los sondeos de opinión y la observación directa- se comportan como Dictadores Departamentales. Los salvadoreños (“los arrimados, los mendigos” –de los que habló Roque-) no le temen a la libertad, le tienen temor a ser libres.

A esta sociedad de las pérdidas y de las mentiras a la que, torpemente, llamamos “sociedad de la información” (forjada con cinceles de plomo, promesas falsas de la derecha y luces de neón ajenas) que castiga con la cárcel la conducción temeraria de un vehículo (porque pone en peligro la vida de los transeúntes y demás conductores) y premia con pensiones vitalicias la conducción temeraria del país por parte de la burguesía y sus siervos político-ideológicos (lo que ha dejado una enorme pila de muertos y heridos); a esta sociedad –decía- le confiamos nuestro destino y al hacerlo: condenamos al exilio definitivo a la justicia social y penal; incineramos el pasado para que no nos asuste por la noche; y ponemos como requisito de ciudadanía el padecer de amnesia retrógrada, ese tipo de amnesia que nos hace olvidar todo, y quien dice todo dice hasta el semen amargo de donde provienen nuestras vidas, y por eso llegamos a creer que somos hijos de un Espíritu Santo mundano y que somos pobres porque estamos pagando nuestros pecados más remotos, siendo el mayor de ellos: el no tener la tarjeta de crédito que certifica que ¡sí, sí señor, somos ciudadanos de este planeta!

Como ves, lector, es la impunidad, como factor tangible de la desigualdad social que amamanta a la burguesía y a su partido nacionalista, la que permite que los responsables de tantas masacres –como la de enero de 1932 y la del 30 de julio de 1975- se paseen (invencibles y felices) por la calle que lleva un nombre cruento en recuerdo de los estudiantes universitarios asesinados y desaparecidos; la que permite que vayan a misa -y nos den la paz con un apretón de manos, simulando ser mansitos- los responsables directos del asesinato del Padre Rutilio Grande, de Monseñor Romero y de los padres Jesuitas; la que permite que los responsables de la virtud de la corrupción sean los que elaboren las leyes para combatirla; la que permite que la justicia social, la memoria histórica y la dignidad sean una broma de mal gusto o sean artículos suntuarios y por tanto fuera del alcance del bolsillo de los indigentes, los pobres, los menos pobres y los pobres que no saben que son pobres.

Como ves, lector, el olvido y la pérdida de la verdad social, nuestra verdad, es el único rubro que fue consistente en los planes de gobierno de la derecha, lo que fue reforzado con ahínco en la Escuela, la que en aras de ser más eficiente y servil eliminó de sus primeros años a las ciencias sociales y, para terminar de jodernos, ha hecho del inglés su lengua materna. Y, así, la historia ya no sólo ha sido escrita por la impunidad, sino que es traducida al inglés y, por problemas de traducción, nuestros nietos se van a topar con el hecho histórico -peculiar e incuestionable- de que la capital de nuestro país se llama Washington; que América fue descubierta por un vendedor de hamburguesas de apellido McDonalds; que el nombre de Dios es God; que el río más largo de El Salvador es el Mississippi; que mierda es una mala palabra y que pobreza es una palabra buena; y que el insigne Simón Bolívar era descendiente directo de George Bush.

La verdad social perdida de nuestra historia es una mentira política o una estafa económica, y va a seguir como tal si no empezamos a recordar el pasado, mas no con el ánimo necrológico de repetirlo (creyendo, como el abuelo, que todo tiempo pasado fue mejor: “¡Ah, los tiempos de mi General Martínez fueron los mejores”, dicen, los abuelos que olvidaron su matanza) sino para aprender a escribir, nosotros mismos, la historia futura, en lugar de que nos la cuenten o simplemente la suframos. La verdad social dejará de estar perdida si no olvidamos que hemos olvidado todo o si recordamos que no recordamos nada. Hay una verdad perdida, por ejemplo, en la masacre de 1932 y en la del 30 de julio de 1975, y los familiares de esos asesinados y desaparecidos aún deambulan, junto a los responsables, por las mismas calles y puentes que fueron sus testigos silentes, sin poder vivir, aunque sea el peor de los absurdos de la muerte, el dolor que significa que los padres entierren a sus hijos.

La verdad social de la delincuencia será tal cuando se vea como un asunto económico de revalorización ampliada del capital que garantiza la conservación del sistema; y la corrupción será una verdad social cuando se vea como una cuestión política de la gobernabilidad.

Si nadie recuerda lo que pasó es como si no hubiera pasado nada. La verdad social –tal como la cultura- necesita de portadores preeminentes y de productores especializados para existir, recordando siempre que, en cuanto a lo último, la verdad de la memoria colectiva es más grande que la verdad de la historia escrita.

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