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“La vida es dura”. Myrna de Escobar

Por Myrna de Escobar

Los días, meses, y años encallaron en el corazón de la Lila al punto de envejecerla siendo apenas muy joven. Compartía sus faenas de ama de casa en aquel hogar del horror junto a sus hijos Diego y Leonardo. Las hijas, —pensaba— estaban mejor con el tata en los Yunais. Aunque en realidad fueron separadas por una adopción.

Lolita se fue con el coronel, su padre, la Merceditas fue vendida a unos gringos, amigos de la casa. Ella no vio los billetes verdes siquiera. Se enteró una tarde, por casualidad. De la puerta semiabierta escapó la confesión.

  • La Lila no debe enterarse del dinero que nos dieron por la mocosa.
  • Y vos no le eches leña al fuego cuando te reclame por su hija, después de todo hace las tareas de la casa.
  • ¡Todo… crees que no me doy cuenta de que ya te la cogiste, Cerdo!
  • Mira, mujer, a mí no me vengas con cuentos. La cipota está tan acabada como un raspable, no es mi tipo. Denis y Foncho se la están tirando. Es la adolescencia. Déjalos que se diviertan, ya están grandecitos.

Tras ese descuido, la Lila descubrió el secreto de la separación de su hija, se sintió prostituida a propósito por los visitantes de la casa, y lloró hasta sentir asco de sí misma. Desde aquel instante, nada volvió a ser lo mismo. Descuidaba los horarios de comida, improvisaba el menú o dejaba la refrigeradora abierta. Sentirse usada lastimaba su poco ego de mujer.

Para su hijo, ella no era más que una sirvienta, y la manoseaba como tal, como lo hacían los pubertos de la casa. Leo ignoraba el parentesco entre su madre y el adoptado, pero nunca vio con buenos ojos las ocurrencias abominables en aquella casa. Abandonó la escuela en séptimo grado, se ausentaba de casa, o llegaba a altas horas de la noche, bebía y fumaba como chimenea, hasta acabar errante, lejos de abusos y maltratos. Pensaba en lo mal que debía estar su madre por aceptar esas conductas lascivas, denigrantes.

Diego, por otra parte, al ser adoptado, tuvo el privilegio de estudiar una carrera universitaria, se graduó con honores e inició su trabajo como docente de artes plásticas. Era el orgullo de la Lila, hasta que se le metía el indio y se propasaba con ella.

Nada cambió entre ellos al enterarse de la verdad de su adopción, excepto que dejó de tener un lugar privilegiado en casa. Se volvió neurótico, se emborrachaba y llegó a aborrecer a quienes tanto prodigio le habían dado. Odiaba a su madre por débil, sumisa y torpe.

El año de la pandemia todo cambió. Diego no aguantó más y dejó aquella casa, cada vez más convertida en cárcel del infierno. Sentirse rechazado por aquellos a quienes consideró sus padres, y hermanos le dolía tanto. Lila era su madre, pero él no la veía como tal. La odiaba por haber sido espectadora de tremendas palizas y no haberle socorrido. Se quedó muchas veces dormido en el portón, aguantó el sereno de la madrugada y a ella no le importaba si tampoco cenaba. Lila, por su parte, nunca le perdonaría que quisiera acostarse con ella, ser un sádico en su actuar como hombre y no intuir quien era ella para él, su madre.

Los pesares siguieron en la vida de la pobre Lila. Sufría toda clase de vejámenes por no tener donde ir. Habían pasado 40 años de servidumbre y su pobreza era la misma, no era dueña ni de la almohada en su cama. Una noche de marzo se armó de valor y abandonó la casa de su holocausto. La habían azotado con una cazuela de arroz, caliente aún. Su rostro quemado y ardoroso era la prueba de aquel último maltrato. La señora la encontró en la cama con el don Juan de la casa. Ella no se resistió, como nunca lo hizo antes. Si lo hacía, era peor. La escapaba a asfixiar y le rasgaba hasta los encajes con tenaz fuerza.

Tras la puerta quedó el horror de la esclavitud vivida. Se refugió en una humilde casita al lado de su hijo Diego. Éste, fastidiado al verla llegar con una vieja maleta, la dejó dormir en una silla mecedora en el patio. No le ofreció ni siquiera un café.

Las primeras estrellas de una noche de marzo del año uno de la pandemia, atestiguó del llanto de Lila y el desprecio del hijo. Estamos condenados a vivir juntos, es el destino— acotó.

 

 

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