Alirio Montoya*
Después de finalizar de un solo tirón la lectura de El gato negro de Edgard Allan Poe, apuré el último sorbo de café que yacía en el fondo de mi taza favorita. Es natural que haya quedado perplejo después de leer ese macabro cuento. Cualquier persona puede llegar a pensar -con justo raciocinio- que ese cuento a lo mejor no lo escribió Allan Poe, y que muy probablemente lo pudo haber escrito un salvadoreño, por ser un relato que se asemeja a la cultura de violencia que impera en nuestro país. La cultura de violencia lastimosamente despunta cada vez con mayor aceleración en nuestra sociedad, al grado de arraigarse en el día a día de los salvadoreños y ser asumidos como hechos “normales” aquellos acontecimientos de violencia.
Si pretendemos hablar de violencia, es de hacer la pertinente diferenciación entre la violencia ilegítima o ilegal y, por otro lado, la violencia legal o institucionalizada. El mero surgimiento del Estado de por sí representa un momento de violencia en la Historia. La pujante burguesía en la Revolución francesa, por ejemplo, justificó la violencia para liberarse del dominio monárquico. Acto seguido Robespierre y sus colegas instauraron la era del Terror. Las cabezas salían volando de las guillotinas, y no se diga de la dispersión de los cuerpos por las ejecuciones a punta de cañones.
En los años que precedieron a la Revolución francesa, en la Inglaterra de 1651 apareció Hobbes, como en un cuento de hadas a detallarnos en su Leviatán el cómo de manera armoniosa y contractual surge el Estado Moderno, en el cual se configura y concretiza la forma de un Estado Absoluto. No hay nada ni nadie que se resista al poder del Leviatán, señalaba Hobbes. Ese es un indicativo suficiente que nos conduce a la conclusión de que para el surgimiento del Estado fue necesario el uso inmanente de la violencia. El Estado es producto de la violencia, la cual posteriormente se legaliza.
En las primeras líneas apuntaba hacia la delincuencia como un problema social y estructural. Afirmar que en efecto a inicios de la década de 1990 se pudo haber contenido la violencia pandilleril es como llorar sobre la leche derramada; aunque eso no exime de responsabilidad a los gobernantes de ese tiempo. A lo que quiero arribar es que, con identificar el punto en la línea de tiempo en donde se pudo combatir y desarticular con menos violencia esas agrupaciones, no nos sirve de nada en estos precisos momentos. La respuesta del Estado actualmente debe ser efectiva, teniendo por horizonte el respeto a los derechos humanos de los ciudadanos.
Lo cierto es que en los sucesivos gobiernos de 1992 en adelante -y el actual no es la excepción-, hubo una especie de connubio pactado entre estos grupos criminales y el Estado. Ahora se quiere por medio de la violencia legal desarticular a esos grupos terroristas. Estamos en presencia de una respuesta violenta e impulsiva por parte del Estado en contra de actos violentos de estos grupos criminales. Con esa pretensión de combatir estas estructuras y devolverle la paz social a los salvadoreños -partamos del principio de buena fe-, a su vez se están vulnerando evidentemente derechos fundamentales de personas que nada tienen que ver con esas aludidas estructuras criminales. Decir que son “daños colaterales” y hablar de porcentajes mínimos y “naturales” en lo que respecta a errores de precisión en las capturas de inocentes es una tremenda irresponsabilidad. Con ese pretexto denominado daños colaterales los estadounidenses quemaron aldeas completas en Vietnam, así como la destrucción de mezquitas en el Medio Oriente. Estamos asistiendo al permanente Estado de excepción que plantea Giorgio Agamben.
A la fecha no se tiene un dato fehaciente de la probable efectividad de los dos sucesivos estados de excepción. Los análisis del gobierno -si se le pueden llamar así- son cuantitativos y no cualitativos, esto es, que la lógica del gobierno es que entre más ciudadanos capturados mayor efectividad del Estado de excepción. Traigo aquí una frase célebre de Walter Benjamin: “No puede, no obstante, pasarse por alto, que bajo ciertas condiciones y aunque parezca paradójico a primera vista, un comportamiento es violento aun cuando resulte del ejercicio de un derecho”. La violencia se ha institucionalizado desde siempre.
No se puede negar que la situación de criminalidad y de su consecuente combate a ese fenómeno sea bastante complejo, pero de eso no se sigue que para todo debe haber una pseudo justificación, y que dentro de poco será hasta prohibido este tipo de críticas. Cuando hablo de prohibición vuelvo al tema de la legalización o positivación de la violencia, porque nadie ignora que de facto nos están conduciendo a un falso dilema, aquel que consiste en que si no estás conmigo estás contra mí; dicho de otra forma, los “buenos” salvadoreños son los que apoyan el régimen de excepción y quienes apelan al respeto de los derechos humanos son los “malos” salvadoreños. Así, con esa argumentación callejera antes descrita están fomentando aún más violencia.
Todos los salvadoreños estamos porque se logren desarticular esas estructuras criminales, de eso no hay duda. El punto es que los actuales mecanismos cubiertos bajo el manto de la legalidad, por cierto improvisados, son la respuesta de un gobierno que nunca tuvo diseñado un plan de seguridad pública; su método sigue siendo el de planificar sobre la marcha. ¿Puede el gobierno replantear otra estrategia para el efectivo combate contra la delincuencia y evitar esos “daños colaterales”? No me cabe la menor duda que sí, en tanto que es un gobierno híbrido compuesto de cuadros añejos que provienen de la derecha y de la izquierda política de este país; lo de Nuevas Ideas solamente es un ritual confesional que pretende lavar el pecado estructural que llevan consigo. Todo requiere de una buena voluntad para llevar a cabo una reingeniería en el tema de la seguridad pública, por el bien de la sociedad. Todavía estamos a tiempo.
*Profesor de Filosofía del Derecho