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LA VIOLENCIA SOBRE TODO

Antonio Teshcal

Escritor

Ese amor tan celebrado en cierto tipo de poesía, tan idealizado en los filmes románticos, y tan soñado por muchos, no es precisamente lo que he atestiguado desde que tengo memoria. Mis padres, tías, primas, vecinos, compañeros de trabajo, algunos poetas que conozco… la mayoría a mi alrededor son personas que alguna vez se enamoraron, amaron, y hasta se casaron, pero que finalmente volvieron a la soledad conyugal. Hablo de personas mayores de treinta cuatro años (mayores que mí) con hijos. De las pocas parejas verdaderas que conozco, la mayoría están por debajo de esa edad, y aquellas que están por encima de ella, las cuento con una mano y me sobran varios dedos.

No se puede ser categórico al atribuir a qué se debe este divorcio del amor en una sociedad cada vez más moderna. Solventar lo pragmático, a través de las conquistas científicas y tecnológicas, debería de volcarnos más a buscar la entereza humana, privilegiando por sobre el bien material la tranquilidad del espíritu… Una hipótesis pesimista sería que, precisamente porque se privilegia la tranquilidad del espíritu, el amor se ha relegado a un asunto utilitario y transitorio, altamente efectivo solo mientras sea superior al resto de emociones negativas, porque solo así el amor lo puede más que todo. Pero una vez que el amor es el que se convierte en un tormento la cosa se ve perdida, y entonces pareciera que se debe sacrificar aquello que se ama, o se amó, para evitar mayores daños. Pero esto es solo una hipótesis, de alguien –como todos, sino la mayoría– que tiene la capacidad de enamorarse y amar con la decisión más franca, y que sabe que el amor, bajo ciertas circunstancias, puede ser vulnerable, que no solo puede doblegarse por desaciertos, sino que puede tontamente amargarse por fruslerías sobrevaloradas, al punto del hartazgo y a sazón de desear la valiosa y determinante soledad.

Urdiendo sobre este asunto, sobre el amor de pareja, fue que especial impacto me hicieron dos noticias antagónicas, como suelen venir en este mundo paradójico y espeluznante. Una la dieron en la televisión. Era sobre ese cantante de música pop, español famoso, que luego de una relación de doce años, habiéndose casado en 2012, acordaron con su esposa anunciar su separación. Dos hijos son el resultado de ese matrimonio que no puede seguir más, sin embargo expresaron algo así como “somos una familia y siempre lo seremos”, lo cual muestra que prevalece una relación de amistad entre los que han roto ese contrato o sacramento (según sus valores), al menos frente a un público pendiente impertinentemente de sus vidas privadas. La segunda noticia me llegó por un amigo, que me contó que el vigilante del negocio en el que trabajamos hace algún tiempo (y en el que éramos explotados, al punto de ordenarnos no acercarnos al delgado del ministerio de trabajo cuando llegaba, tampoco a él le interesaba escucharnos) tuvo una discusión con su esposa a la que finalmente asesinó disparándole, y luego se disparó él, muriendo después en el hospital. El hijo que procrearon se quedó huérfano, a pocos metros del crimen.

En el momento en el que me enteraba de la trágica noticia, lo que recordaba era el día de la boda del vigilante. Fue cuando trabajaba en ese negocio, entre 2008 y 2009. Fue un día normal de trabajo para todos, excepto para él, y para los dueños del negocio, que fueron los únicos del trabajo que fueron invitados a la ceremonia. La dueña, cuando volvía de la fiesta, comentaba como la novia había llorado de emoción, de alegría, por casarse con aquel hombre. El mismo que en el altar le prometió entregarle su vida acabó por quitársela diez años después. Otro momento vívido que tengo de él, es cuando, hartos de oír un disco de viejos boleros que llevé, para hacer el día más llevadero (y que no recuperé porque lo dieron por perdido), pasaron muchos días colocando un disco de alabanzas estilo ranchero, hasta que la dueña se cansó y mando a apagar el aparato de sonido. En ese momento, el hombre que ayer protagonizaba la noticia por su crimen dijo casi indignado: “¿y por qué lo apagaron? Si son cosas de Dios”. Desconozco si él era muy religioso en aquel entonces, pero tal reacción no suele verse en quienes solo son respetuosos de la religión de los demás… ¿Cómo este hombre se volvió energúmeno a punto de volcarse contra el ser amado? No lo sabremos.

Triste en verdad, pues estos casos parecen cada vez más comunes, como resultado de la atención mediática, pero siempre han estado presentes. Nada menos hace una semana ocurrió un caso similar, en el que un joven estranguló a su pareja y dos días después se ahorcó. Estos casos son demasiado frecuentes en nuestro país. Los saldos de parejas muertas y, penosamente, de hijos abandonados a cargar con el dolor, quizá reflejan una era de decadencia. El amor parece débil, vulnerado por una salud mental que no comprende que debe prevalecer la tranquilidad espiritual para hacer del amor un arma capaz de sobreponerse.

Tanta violencia en un lugar tan pequeño. Lamentablemente pertenecemos a una cultura de violencia. Si nuestros padres más viejos fueron muertos a espada, nuestros abuelos lo fueron por la pólvora; si ayer estábamos en guerra y ahora lo estamos en otra; ¿Qué puede resultar? Hemos andado tanto de la mano con la violencia que está sobre todo. El amor, sacrificado como lo es, parece morir en esta cultura de violencia en la que a diario sobrevivimos hasta que llegue nuestra hora. Basta con esperar el autobús y ver cómo el tardío que acaba de llegar arremete con tal de subirse primero, sin importarle nada ni nadie, porque para esta cultura heredada el “ser vivo” lo equipara erróneamente a “ser inteligente”, y para “ser inteligente” la violencia es el medio por excelencia. Y el extremo de esa cultura no son esos abominables hechos de sangre cometidos por el crimen organizado, tampoco esa violencia económica a la que estamos crucificados por los que han decidido por nosotros tanto tiempo, el extremo son esos desplantes de machismo culminados en tragedia en el sitio sagrado donde debería prevalecer el amor.

La violencia sobre todo. El escritor Horacio Castellanos Moya, en una entrevista que data de hace diecisiete años, dijo: «cada vez que regreso al país lo veo muy violento, y lo escribo muy violento. Y es que el país es violento». Por eso, refiriéndose a la violencia en su obra, expresó: «la violencia no es un recurso: es parte de la salvadoreñidad. Es una cultura muy violenta, y permea la familia, las instituciones, el estado, todo». Esa opinión, tristemente, podría decirla hoy con la misma vigencia.

Vivimos una era de violencia, una era en el que el amor de pareja pareciera escoger entre lo efímero del amor de un diplomático, vanguardista o posmoderno, el «Amor que quiere libertarse / para volver a amar»; o el amor renacentista de un militar que confiesa que «por vos nací, por vos tengo la vida, / por vos he de morir, y por vos muero». Sentencia esta última, no solo una metáfora en nuestro país, sino un hecho concreto y ensangrentado que ojalá un día, cansados de tanto dolor, lo cambiemos, y volvamos como novios a las raíces del amor.

Malpais, 16 de julio de 2019

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