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Edmira Orellana ora a un lado de la efigie del Beato mártir Monseñor Oscar Arnulfo Romero, en la cripta de Catedral de San Salvador. Foto Diario Co Latino / Isis Sol

La voz del mártir regresó a la Catedral

Isis Sol
César Méndez
@DiarioCoLatino

Llegó el esperado día, sick treatment en que miles de personas serían testigos de un momento histórico en el país; más que eso, malady iban a confirmar lo que sus corazones aclamaban y sabían, desde hace 35 años, Monseñor Romero, Beato.

Después de la noche anterior, con intensa lluvia y una concentración de los devotos de Monseñor, que no se rindieron bajo el aguacero y el frío, permanecieron fuertes en vigilia a esperar el amanecer. Con el alma y el cuerpo limpios, llegó el día de la celebración. A la mañana, el sol se hace presente. Su brillo fue único, iluminando las calles salvadoreñas, dando paso a que los feligreses fueran a ver a aquel que no se rindió ante las presiones, ante las amenazas y que estuvo presente con su pueblo hasta el fin.

En las primeras horas del día, a la Catedral Metropolitana de San Salvador se acercaron, poco a poco,  hombres, mujeres, jóvenes y familias completas. Llegaban a encontrarse con el mártir a través de sus historias.

Fuera del templo principal del país, frente a la plaza Gerardo Barrios, unos cientos de personas se inmutaban ante las imágenes de la beatificación. Algunos recordaban que en ese mismo lugar, 35 años antes, les impidieron despedirse del mártir por una lluvia de balas.

Sus historias no eran  de ficción o de cuentos alentadores, eran historias de un pasado sufrido, marcado por los recuerdos y por los dolores de una guerra. Historias de millares de personas invisibilizadas, que de diferentes maneras protagonizaron instintivamente formas para sobrevivir. Marcas también del amor y de la esperanza, marcas que Monseñor Romero hizo germinar en los corazones del pueblo, en momentos de angustia y desesperación en una época de fuerte represión. Su legado se ha extendido por América Latina y el mundo. Su victoria resuena fuerte.

El sacerdote hondureño, Tomás Cacho, de la etnia Garífuna, de piel oscura y barba, llegó junto a varios jóvenes a conocer la cripta de catedral. “Hemos viajado desde Tocoa, Colón, en nuestro carro. Ayer nos quedamos 4 horas con el auto dañado, aunque llegamos noche quisimos venir a encontrarnos con él”, relató acompañado de su grupo de jóvenes.

En la cripta, donde reposa el cuerpo de Monseñor Óscar Romero, un monumento de bronce que representa al mártir durmiendo el sueño de los justos, recibió a cada instante ramos de flores de todos los colores, devotos que se hincaban y oraban con grande emoción y otros que con lágrimas silenciosas tímidamente llegaban a abrazarlo y besar su mejilla o frente, como símbolo de respeto y admiración.

Unos jóvenes llegaron apurados, desde Guatemala habían salido un día antes y debían regresar a su tierra la misma tarde de la beatificación “Hemos venido caminando desde el lugar de la misa, corriendo para verlo porque por el trabajo de todos ahora mismo debemos regresar”, así lo confesó Juan Carlos Morales, secando con un pañuelo el sudor de su rostro. “Nos regresamos ya mismo a la beatificación, esperamos llegar lo más cerca posible”, dijo esperanzado.

“Si Monseñor estuviera vivo, permaneciera besándole, abrazándole”, expresó Edmira Orellana, una señora de 65 años, de una simpatía radiante y de rostro risueño, después de horas de estar orando, besando y abrazando al monumento, no contenía las lágrimas.

Muy emocionada y con lágrimas en el rostro contó que antes no creía en Jesucristo, pero de oír las homilías de Monseñor que le llenaban el corazón fue cuando empezó tener fe. “Por eso estoy llorando porque él fue cambiando mi vida”.

Las homilías llevaron a Edmira al camino de Dios, pero sus lágrimas de gratitud también son de recuerdos duros, de como logró escapar varias veces de la muerte. Ante el monumento aprovechaba para dar abrazos, abrazos que ella tanto quería y que no pudo darle al mártir, en su entierro.

“Yo lloro también porque iba morir en la ceibita, yo vivía en Cuscatancingo, entonces cuando lo mataron, le dije a una amiga que fuéramos al entierro, pero ellos no me quisieron acompañar. Pero me fui solita, yo quería verlo la última vez”, mientras Edmira, en su juventud, sin medir las consecuencias o los peligros que le alertaron, se fue apresurada sin desayunar. Llegó al lugar, pero con tantas personas no consiguió pasar a verlo, frustrada y con hambre fue a buscar algo de comer para realizar después un nuevo intento.

“Fue Dios que quiso que no me matarán ahí, porque me dio hambre y como no había desayunado, me fui a comer un plato de sopa y cuando yo iba, vi unos hombres que pasaron con fusiles y alcancé a ver la trompita (del arma) en unos sacos que llevaban y me dije aquí va a haber algo, como Dios me hizo un poco pispireta, presentí algo malo”, contó Edmira.

Presintiendo el peligro, salió despacio y de repente escuchó las primeras granadas y vio a hombres que se paraban a disparar contra los que encontraban enfrente. En ese instante, salió corriendo para salvar su vida. “Llegué al mercado de los guineos, el Sagrado Corazón era un mercado de guineos, y del miedo me metí hasta el sótano. Me quedé detrás de las palmas de guineos y de los nervios me comía los guineos. Después entró un hombre de los que estaban atacando y dijo -el que hable algo aquí se muere.”

El soldado llevaba una ametralladora, Edmira se quedó en silencio, escondida. “Soy valiente, pero ahí yo temblaba y solo escuchaba el pom pom (tiroteo) ya muchos ya se habían muerto”. Cuando cerraron las cortinas del mercado, vio la oportunidad de salir porque tenía que ir a su casa. De espalda, caminó sigilosa. Retrocedía mirando a todos lados para que nadie le pegara.

“Fue un milagro de Dios, yo quise verlo y no pude, pero Dios no permitió que yo muriera porque ando evangelizando y llevo el mensaje, por eso le ponía mi mano en su boquita (en el monumento) y luego ponía en la mía para hablar como él.

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