Federico Hernández Aguilar
A don Eraclio Zepeda Ramos, a 7 años de su partida.
Carlos R. Sumuano (Escritor mexicano, oriundo de la ciudad de Tapachula, Estado de Chiapas. Entre la decena de libros de su autoría destacan Rayos y violetas (cuento), Senda de nadie (novela), Céfiro de ensueños (Poesía) y su más reciente novela publicada por CONACULTA, Jaguar. Fue amigo personal de Eraclio Zepeda, quien a su vez es conocido en El Salvador por su entrañable amistad con Roque Dalton).
I
De los 17 a mis 20 años de edad, trabajé de prensista en Extra La Verdad, el primero y único vespertino aquí en Tapachula que, desgraciadamente, por mala administración de sus socios, antes de un lustro quebró de manera estrepitosa, tanto así que en las últimas temporadas siempre andábamos con los sueldos retrasados por dos, tres o cuatro semanas. Ante tan mala situación, al solicitarnos que trabajáramos en un nuevo periódico en Tuxtla Gutiérrez, con un sueldo muy superior, no lo pensamos mucho y tres empleados aceptamos.
Íbamos la mar de felices e ilusionados. Los otros dos trabajadores que habían renunciado eran el maestro linotipista Primitivo Sánchez y su ayudante, el joven Segundo Hernández Mederos, que actualmente es médico, y así partimos, viajando en un autobús de aquellos modernos que llegaron entonces a la ciudad. Debido a un incidente de carretera que casi nos cuesta la vida, pues las unidades de transporte debían transitar por calles angostas, justas para ida y vuelta de los vehículos, nos tomó varias horas llegar al antiguo y peligroso tramo del Cerro de la Sepultura, por cuyas curvas flanqueadas por horrendos desfiladeros se tenía que conducir a veces a 10 kilómetros por hora.
Al llegar por fin a la terminal de Tuxtla Gutiérrez ya nos esperaba sumamente preocupado por la tardanza el que sería nuestro jefe y un gran amigo: Eraclio Zepeda Ramos, junto a otras personas. Era Laco un hombre de piel blanca, más bien alto y fornido, con ojos grandes y vivaces, y un ancho bigote “a la Zapata”, expresivo de manos y de palabras.
Ya en el nuevo taller descubrí la que sería mi prensa (de cilindro), recién restaurada y pintada, y los que serían mis compañeros de labor, aparte de Primitivo y Segundo. De los que iban a estar a cargo de la administración de Renovación, el nuevo periódico, sobresalía don Laco padre, en calidad de director general. Eraclio hijo, junto con su hermano Manolo, andaban afligidos para que saliera a luz el periódico pues, según ellos, ya andaban más retrasados de lo previsto. Yo me ocupaba en poner mi máquina al punto con variadas pruebas. Estos oficios de prensa, formación y linotipismo, por supuesto, quedarían obsoletos ante el predominio de las computadoras, pero incluso hoy todavía se ejecutan en algunos periódicos de provincia con tirajes pequeños que no rebasan los 200 ejemplares.
Al paso de los días fui conociendo la recia personalidad de Laco Zepeda (el joven), pues en ese entonces apenas acababa de cumplir los 30 años. Ya era, sin embargo, un hombre muy experimentado en materia intelectual, junto a su esposa, la poetisa Elva Macías. Había estado de profesor y periodista en la poderosa URSS y en China continental, además de Cuba como profesor universitario, pues tuvo tendencias socialistas desde muy joven.
Admirado, le pregunté a Eraclio una vez si sabía algunos idiomas, y él me respondió sin ningún ápice de vanidad que sabía inglés, francés, ruso, “algo” de mandarín (chino) y “un poco” de árabe y portugués. Laco siempre me trató con mucha deferencia, refiriéndose a mí como “maestro Carlitos”, pues según él yo estaba demasiado joven para manejar una máquina grande de impresión. Para todo mundo siempre tenía palabras de sincero elogio; una de sus frases era: “Está joven, vale”. También la familia de Laco me trató muy bien. Recuerdo que en dos ocasiones doña Esperanza Ramos, la señora madre de Laco, nos invitó a su propia casa a todos los trabajadores del taller a saborear unas ricas empanadas y un sabroso chocolate, preparado con sus propias manos.
Con el tiempo, Eraclio platicó conmigo y con otros trabajadores de sus inquietudes por el estado político de nuestra nación, que, con un partido muy dominante en el gobierno, parecía no brindar muchas esperanzas para el campesino, el asalariado, el desempleado. Él lamentaba mucho los sufrimientos de los hombres del campo y sobre todo de los indígenas, que parecían estar bajo un pesado yugo de opresión.
Eraclio Zepeda estudió en la Universidad Militar Latinoamericana y se graduó como bachiller en Ciencias Físico-Matemáticas, y en Humanidades, al tiempo que se graduó como teniente de infantería del Ejército Mexicano. Poco después se recibió en Antropología Social en la Universidad Veracruzana. Fue profesor en dos universidades en San Cristóbal, de otra en Veracruz, y también en dos de Cuba.
En política, Laco fue militante de variados partidos de izquierda: POC, PCM, PCU y otros. Luego sería cofundador y miembro del Partido Socialista Unificado de México, el famoso PSUM, que resultó de la unión de variados partidos de izquierda que andaban diseminados. Dicha formación inquietó un poco al PRI-gobierno de ese entonces. Y fue precisamente con este PSUM que Eraclio logró una diputación federal. En edad madura, Laco fue cofundador y miembro del Partido de la Revolución Democrática, mismo que luego sería boicoteado en al menos tres triunfos electorales que no fueron reconocidos por los gobiernos en turno.
Mientras tanto, mi vida transcurría muy feliz, pues en el matutino ganaba casi el doble que en mi empresa anterior. Lo mejor era que, en la capital de ese entonces, la vida era ligeramente más barata que en la costa, así que después de pagar renta y comida me compraba suficiente ropa y demás artículos. Pero por esa mala suerte que parece perseguirme, apenas unos cuatro meses después los demás empleados y yo escuchamos ciertos rumores que nos preocuparon, pues se decía que el periódico recién abierto iba a cerrar. Hasta hoy no sé el porqué de ese desastre, pues nunca tuve la audacia de preguntar. Ignoro si fue por economía, por mala administración o más seguramente por presiones políticas (nuestra línea editorial era de tendencia socialista). Aquellos eran tiempos en que la libertad de expresión era bastante relativa, casi no existía, y los escritores y periodistas que alzaban demasiado la voz iban a dar con sus huesos a la pavorosa cárcel de Lecumberri.
Observé por esos días los rostros preocupados de los dos Eraclios (padre e hijo), y quizá para evitarles un embarazo ante mi situación como empleado, pero más por una cierta necedad que entró en mi mente con fuerza, me dejé llevar por la fiebre de miles de provincianos que por esos años se iban de aventura “apelotonándose” en la capital del país. Así me apropié de la necedad de irme a vivir a la ciudad de México. Esta decisión no fue bien vista por ninguno de mis allegados, y tenían sobrada razón. Entonces, casi sin despedirme, partí primero a Tapachula y luego a la capital, sin saber que, por esos azares de la vida, tendría que reencontrarme en otras ocasiones con mi noble amigo Laco Zepeda.
II
La vida en Tuxtla fue placentera para mí, muy a pesar de desvelarme por la impresión de Renovación, el nuevo periódico. Me quedaban varias horas libres en la mañana para pasear por la ciudad, pues desde joven me ha gustado correr, trotar o simplemente caminar. Así fue como conocí todas las rúas de esa ciudad, cuyo clima resultó placentero por su frescura, habituado como estaba yo al calorón que brinda la costa en mi propio pueblo.
Debido a estas andanzas logré conocer lo más vistoso e interesante allí. Una costumbre que noté de inmediato fue que la mayoría de la gente en esas tierras aún acostumbraba a tratar de “vos” en lugar de “tú” o “usted”. Del tal voceo se va uno acostumbrado a escucharlo. Cierta vez, con mi compañero de trabajo, el joven Segundo Hernández Mederos, decidimos ir de ida y vuelta al pueblo y aeropuerto de Terán ¡a pie!, cosa que los dos tomamos como una juvenil aventura.
Por esos días se inauguraron las Olimpiadas en la ciudad de México y allí en Tuxtla comentábamos los logros y marcas que iban superando los atletas llegados de todo el orbe. También por esas fechas se recibió una noticia impactante: la explosión de una bomba nuclear, como prueba en un desierto, por parte de China Socialista, novedad que el amigo Eraclio celebró y comentó con alegría. Ante semejante júbilo, uno de los redactores, un viejo criticón y cascarrabias, le cuestionó a Laco que “porqué esa contentura si él era un supuesto hombre de paz y esa bomba presagiaba destrucción”. Laco reconoció que la bomba podría causar muerte masiva, pero que imponía admiración y respeto a las demás potencias atómicas, sobre todo Estados Unidos y la URSS, que en ese tiempo tenían sus diferencias con China por cuestiones limítrofes. El optimismo de Laco, pues, se debía al magnífico logro de un país que él admiraba, y en donde había morado por un tiempo como catedrático, un pueblo que apenas unas tres décadas antes era uno de los más pobres del mundo. De esta controversia, Eraclio comentaba que “ahora sí” Estados Unidos tendría que cuidarse ante dos formidables enemigos con fuerza nuclear y que por ello “dejaría de andar de gendarme por todo el mundo”. En este último vaticinio, claro, el buen Laco no acertó.
Cuando por fin estuve en la capital federal discurrí en una vida paupérrima. Me puse más flaco de lo que ya estaba, sin trabajo, sin dinero, sin ningún título académico que me respaldara, sin familiares pudientes, aparte de un solo mi hermano y un par de amigos que eran tan pobres como yo. Lo que sí me sobraba eran muchas esperanzas e inquietudes, además de mi lozana juventud.
Los trabajos, peripecias y aventuras que corrí en ese lapso de dos años fueron diversos, peculiares y hasta extraordinarios, tanto que resultaría luengo de narrar aquí. Lo que sí viene al caso es que a unos tres meses de llegar supe que Laco estaba en la metrópoli, y lo fui a ver para que me favoreciera con una carta de recomendación para mi próximo empleo. Allí en su departamento, con generosidad, él me elaboró dicha carta, pero insistió mucho para que yo regresara a Tuxtla, donde él me aseguraba que conseguiría un trabajo mejor del me proponían en la ciudad de México. Pero yo estaba hundido en una terquedad tal que no acaté sus indicaciones, todo por el iluso sueño de “triunfar” allí, en la capital. Recuerdo bien cuando nos despedimos; vi en su rostro frustración. Al paso de los años una parte de mí lamentó no haber seguido sus consejos, ¡pues mucho hubiese aprendido de la regia personalidad de tan laureado escritor!
Supe mucho después que, cuando Eraclio era estudiante, había formado un Círculo de Estudios Marxistas con otros condiscípulos, jóvenes idealistas como él. En 1960 partió al Primer Congreso de Juventudes Latinoamericanas en Cuba. Un año después, en abril de 1961, cuando sucedió la invasión de Bahía de Cochinos (o Playa Girón), Eraclio sin dudar nada se alistó como soldado entre nuestros hermanos cubanos y junto a otros valientes latinos, entre ellos nuestro conocido héroe, Lázaro Cárdenas del Río. Con ese acto en Cuba, el buen Laco demostró todo lo idealista que era, al ponerse de manera justa al lado del débil. No fue él un escritor que se conformara escribiendo sus ideales cómodamente sentado ante su escritorio, sino que se lanzaba con denuedo y valor a un campo de batalla a defender esos ideales.
III
En Cuba, nuestros dos connacionales, Laco y Lázaro, fueron nombrados oficiales responsables, cada uno, de una compañía especial de combate. Tata Lázaro (así lo llamamos aquí) fue un férreo opositor del imperialismo yanqui, pues en su calidad de Presidente de México les había dado apoyo y asilo a varios refugiados españoles, nicaragüenses, cubanos y de otros países que huían de los regímenes de sus naciones. Lázaro tuvo además la audacia de expropiar nuestro petróleo, el cual ya tenía muchos años del que se aprovechaban las compañías yanquis. Fue ese tiempo de mucho heroísmo para el pueblo mexicano, pues aunque a nuestro vecino no le convino invadirnos, sí nos impuso un horrible bloqueo. Los gringos retiraron todo comercio, no le compraban nada a México y no le vendían ni un tornillo. Como reza un dicho: “Pobre de México: tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.
Pero hablando de su carrera literaria, Eraclio fue un escritor multifacético. Fue poeta, novelista, ensayista, cuentista y dramaturgo, promotor cultural, actor de teatro, comentarista de radio y televisión; escribió libros enteros de relatos y crónicas. En su vida recibió variados premios y distinciones, como la Medalla Conmemorativa del Instituto Nacional Indigenista, el Premio Xavier Villaurrutia, la medalla Belisario Domínguez, el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura, el Premio Nacional de Cuento en San Luis Potosí, además de un Doctorado Honoris Causa por parte de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, entre otros.
De sus valiosos trabajos literarios recuerdo principalmente la obra de teatro El tiempo y el agua; en poesía, La espiga amotinada, Ocupación de la palabra y Elegía a Rubén Jaramillo; en novela, Las grandes lluvias, Tocar el fuego, Sobre esta tierra y Viento del siglo; en cuento, Quien dice verdad, Horas de vuelo, Los pálpitos del coronel, Asalto nocturno, No se asombre, sargento, Ratón que vuela y Benzulul, que es mi libro preferido de Laco.
Su obra constituye un bello marco de hechos, circunstancias y personajes, protagonistas de la historia de Chiapas, pues retrataba con mucho afecto a la gente humilde, a los campesinos e indígenas. Era un irredimible defensor de los oprimidos también en sus libros. Fue miembro de la dirección colectiva de la revista Cambio, junto a Juan Rulfo, Julio Cortázar, José Revueltas y otros.
Retomando el hilo de mi vida en México, hice oficios de fontanero, albañil, pintor automotriz, corredor de juegos sin permiso, detective sin licencia (me enviaban a vigilar a algunas damas para ver si eran infieles o no), policía y guardia, chofer de un camión de rediles que acarreaba leña en algunos pueblitos del Estado de México y otras cosas. En otras palabras, a esas alturas mi estancia en la capital ya no era para triunfar en la vida, sino para ¡sobrevivir!
Luego de unos diez meses de vivir allí, conocí el más profundo amor en una linda joven, que tras unos cinco meses fallecería de cáncer, enfermedad que ella ocultó todo lo que pudo. Tras este deceso sufrí la más indecible tortura en mi ánimo, al grado de andar entre blasfemias y pensares de suicida. De ese mi gran amor quedan cientos de poemas dedicados a esa inolvidable joven que resulta la persona más extraordinaria que haya conocido, además de talentosa poetisa que supo halagarme con una veintena de textos líricos dedicados a mi persona.
Con tal de paliar mi atormentado espíritu, decidí regresar a mi provincia natal, cuyos habitantes me vieron volver sin trabajo, sin dinero y cargando una enorme tristeza. Después de unos tres meses de ocuparme en variados oficios mal pagados, al fin pude conseguir un trabajo como tipógrafo formador en el matutino Diario el Sur, con buen sueldo y prestaciones de ley. Pero, después de pasar por otro tipo de adversidades, que nunca cesan de perseguirme, fui obligado a renunciar luego de cuatro años de estupendo trabajo. Y desde entonces he estado en calidad de autoempleado, con resultados que a veces han sido malos y otras tantas muy buenos.
Después de algunos años, cuando ya estaba en los umbrales de mi edad madura, casado y con hijos, sufrimos aquí en Tapachula una larga cadena de asaltos a mano armada, y los problemas para el pobre pueblo se agrandaron aún más por causa de los constantes mítines y marchas de partidos políticos inconformes que siempre andaban “a la greña”. Alguien organizó una marcha para la paz y allí anduve entre las personas más sensatas y pacíficas de la localidad y de Tuxtla Gutiérrez, bajo el candente sol de una animada tarde. Entre aquel barullo y cierta desorganización típica de cualquier marcha, poco antes de que empezara la caminata, a la altura de la Avenida Central Norte, logré divisar entre los líderes a mi buen amigo Laco Zepeda. Me acerqué a él para saludarlo y platicar un poco, reconociendo en él la misma vivacidad de siempre, con un poco más de peso corporal, sin duda, pero alegre también de verme. Nos fundimos en un fuerte abrazo.
A pesar de la bulla de la muchedumbre logré contarle brevemente de mis andanzas en mi provincia. Con cierta emoción de mi parte, le comenté que había logrado publicar tres libros. Y a pesar de que él sabía que yo practicaba la poesía, percibí en su rostro una genuina admiración y me felicitó mucho, diciéndome que era yo muy valiente al andar “pepenando” las pocas satisfacciones que deja el espinoso mundo de los libros. Luego fue llamado para ponerse al frente de la marcha y yo me quedé unos pasos atrás. Desafortunadamente, al dar la vuelta por la Octava Norte rumbo al Parque Central, llegaron hasta nosotros unos angustiados muchachos corriendo desde el Zócalo para advertirnos que no avanzáramos más, pues había un grupo de personas furibundas en el parque que nos estaban esperando con tubos y palos. Al parecer, alguien maléfico e imprudente había azuzado a esa gente diciéndoles que nuestro grupo llegaría para agredirlos, cosa muy lejana en nuestros ánimos y caracteres. Hubo valentones que insistieron en seguir adelante, pero al escuchar el vocerío agresivo, los líderes de nuestro grupo optaron por lo más sensato: deshacer la marcha, indicación innecesaria pues muchas personas ya corrían en desbandada hacia las calles adyacentes. A Eraclio lo jalaron con firmeza sus amigos y ante el gran barullo desapareció de mi vista. Con mi taciturnidad de siempre decidí regresar a casa. Desde esa vez, ya solo vería a Laco en fotografías de revistas cuando le entregaban sus reconocimientos. Pero aún hubo algo más.
El taller de lo que había sido el periódico en Tuxtla quedó convertido en imprenta, y en mis pocas idas a la ciudad siempre trataba de ver a Laco y saludar allí a mis amigos tipógrafos. Por ellos supe lo que Eraclio las expresiones que había tenido de mí, pero esta vez como escritor. Y es que efectivamente, después de dar algunas vueltas, gracias a la eficiente labor de la Licda. Norma A. Jiménez logré que se publicara Jaguar, mi primera novela. (Antes se había publicado un libro mío de poesía). Cuando Laco se enteró, dijo algo así:
“¡Carambas! El maestro Carlitos es todo un gran tipo. A pesar de sus deficiencias y después de andar con suboficios, incluso el de ser policía y guardia allá en México, casos que yo le critiqué, ahora anda en las mieles que da a veces la literatura. Después de leer sus poemas “Los ojos de mi madre”, “Murieron por nosotros” y “Ámbar”, supe que él es un magnífico escritor y excelente versificador. Al maestro Carlitos, por ser un auténtico autodidacto, nadie lo reconoce, pero todos lo admiran”.
Estos y otros elogios semejantes que guardo en mi pecho, me brindó mi amigo Laco.
Eraclio Zepeda Ramos falleció el día 17 de septiembre del 2015, pero yo lo supe mucho después. Por supuesto, se convirtió en un símbolo de la literatura chiapaneca, tanto así que está entre los diez escritores más célebres de la región. Su esposa Elva Macías también ha sido una laureada escritora que practica la poesía, el cuento y el ensayo. Ella recorrió como catedrática junto a su esposo varias universidades de la URSS, China Continental y Cuba, al tiempo que volcaban todo su amor en Masha, su única hija.
Por mi admiración ante esa recia y multifacética personalidad de Laco como escritor, político y luchador social, le compuse un poema de tres páginas que quizás algún día salga a luz en un libro. Por ahora, solo me resta decir: “Descansa en paz, amigo Laco”.