Luis Armando González
En términos reales –y partiendo de la trayectoria política del país y de su cultura política en las últimas tres décadas— las elecciones del 1 de marzo de 2015 no estaban llamadas a ser algo absolutamente distinto de otros procesos electorales de la postguerra. Incluso las condiciones estaban dadas para que, health siendo un eslabón más en la democratización, se suavizaran de manera significativa algunas de las actitudes y prácticas –campaña sucia, manipulación ciudadana, ataques arteros a los oponentes— que, pese a los avances democráticos tenidos, son un lastre antidemocrático que está costando erradicar del comportamiento político, especialmente en coyunturas electorales.
El pacto suscrito por los partidos políticos al inicio de la campaña permitía ser optimistas acerca de las posibilidades de atemperar las prácticas y actitudes señaladas, y quizás un tramo de la campaña estuvo caracterizado por una dosis de civilidad política que era consecuente con el pacto que se suscribió ante la mirada de observadores internacionales.
Lo anterior no quiere decir que con esa dosis de civilidad se estaba dando un salto de calidad extraordinario en materia de democratización política. Más bien, lo que se estaba operando era una continuidad con una lógica de moderación electoral que se ha venido abriendo paso, casi de forma insensible y no sin obstáculos, desde hace varias elecciones para diputados y consejos municipales. Lamentablemente, esa lógica de civilidad política se vio interrumpida en un segundo tramo de la campaña y el mismo día de las votaciones por las viejas prácticas y actitudes antidemocráticas.
Lo peor, sin embargo, es que esas prácticas y actitudes antidemocráticas fueron alentadas, directa e indirectamente, por quienes –desde fuera del sistema político— abanderaron la tesis de que en estas elecciones se viviría una experiencia democratizadora extraordinaria a partir de la combinación del voto por rostro, el voto cruzado y la casi obligación ciudadana (propiciada por una “aclaración” de última hora de la Sala de lo Constitucional) de votar no preferentemente por partidos y banderas, sino por “candidatos independientes”.
Es decir, la tesis de que en las elecciones del 1 de marzo se daría un salto adelante nunca visto en democracia no surgió de los actores socio políticos que han cargado sobre sus espaldas con la democratización desde 1982 –partidos políticos, ciudadanos y ciudadanas, y organismos electorales— sino de fuera: del presunto impulso democratizador que la Sala de lo Constitucional está dando a partir de sentencias en materia electoral.
De pronto, al calor del debate generado por esas sentencias, se abrieron espacio algunas voces, con resonancias mediáticas infaltables, que vendieron la idea de que ahora –con este impulso decidido de la Sala de lo Constitucional, cuyos magistrados decidieron cargar sobre sus espaldas con la responsabilidad de hacer avanzar al país en la construcción de una ciudadanía democrática— sí nos enrumbaríamos hacia una democracia nunca vista. Y la piedra de toque de ese salto de calidad eran las reformas en los mecanismos de votación propiciados por las sentencias mencionadas.
Un análisis frío y sin endiosamientos para nadie, indicaba que ni a la Sala de Constitucional le compete construir una ciudadanía democrática (no le compete ni por atribuciones constitucionales ni por capacidad teórica y práctica) ni que los nuevos mecanismos de votación significaban un salto cualitativo en materia de democratización. Se trata de mecanismos que pueden ser tan buenos como otros, dependiendo de los sistemas políticos y sus capacidades institucionales, de la cultura política, de las tradiciones electorales y en definitiva de si la gente los acepta y decide hacerlos suyos.
Dejar de lado lo anterior no puede conducir más que a despropósitos prácticos, complicando algo que por definición debe ser sumamente simple y sencillo, como lo es votar. Dicho brevemente, quienes han alentado y se han congratulado por las sentencias en materia electoral emitidas por la Sala de lo Constitucional deberían saber que las mismas fueron un despropósito práctico; y que la mayoría de problemas suscitados en la jornada electoral del 1 de marzo se asocian a –por no decir que han sido causados por— ellas.
Si su apuesta era catapultar al país hacia niveles nunca vistos en democracia, la realidad ha dado una bofetada a sus expectativas, pues es evidente que no hemos dado ningún salto en ese sentido y, peor aún, quienes están comprometidos con el autoritarismo han encontrado la oportunidad propicia para proclamar sus recelos en contra de una institucionalidad política que se ha construido no por decisiones de oficina o inspiradas en libros, sino en el combate político, el contraste de visiones y, en suma, la dinámica del poder social, económico y político.
San Salvador, 3 de marzo de 2015