Evenor Saavedra
Escritor
Correctamente entendido, el piso de aquel salón no era más que una gran cama ortopédica, irresistiblemente fresca en el calor previo a la tormenta. Las nubes nos habían sorprendido lejos del lugar correspondiente a la hora.
“¿Irá a llover ya?” La densidad del aire le delataba. “No lo creo. Todavía da tiempo de llegar a la U”. Plin, plin, plin. Un xilófono en la ventana. “¡Ajá! Tu juicio no es de fiar, la última vez te hice caso y me mojé hasta el calzón… tuve que retorcerlo”.
Un relámpago iluminó su rostro. No le faltaba gracia: nariz fina, cejas pobladas, ojos oscuros que armonizaban con sus ojeras, hidratadas nubecillas sonrosadas por boca, y una sonrisa de relámpago que electrificaba en las sienes y la coronilla sus hebras recién nacidas, filamentos de cobre solícitos del rayo. “Nancy, ¿qué tan ciertas son las leyendas que cuentan que no te peinas?” Aún tenía el lápiz atravesado entre los dientes, fiel aliado contra su voz pastosa. “Muchas veces no lo hago… se pierde tiempo”. Atado de dulce al oído, entre textos perseverantes.
Las nubes sucumbieron y la orquesta del cielo comenzó su concierto. “Tengo sueño”. Si el techo fuera de cabello… “¿mucha tarea?” Cada hebra una cuerda… “el suelo está fresco…” cada gota una caricia… “yo también tengo sueño…” quiero aprender a tocar el arpa.
Me vestí en silencio, al ritmo tranquilo de su respiración. “Click, click” se quejó el cinturón. “¿Ya es tarde?” “Tarde para peinarse”.