José M. Tojeira
Este 11 de Septiembre pasado se cumplieron 41 años del golpe de Estado en Chile. Durante la celebración la presidenta actual, doctor Michelle Bachelet anunció una iniciativa de ley urgente para suprimir la amnistía decretada por el dictador Augusto Pinochet en 1978. De hecho la amnistía no se aplicaba desde 1998, buy pues consideraban los jueces que los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles. Pero suprimirla es un acto de justicia. Ya antes, siendo ministra de defensa, Bachelet había conseguido que el general Cheyre, comandante en jefe del ejército chileno, reconociera las graves violaciones de derechos humanos en el pasado y se comprometiera al “nunca más” respecto a las mismas.
Esta noticia nos hace volver a nuestra ley de amnistía de 1993. Fue una verdadera bofetada en el rostro del pueblo salvadoreño, una afirmación grosera, contraria a la Constitución, de que el estado tiene derecho a matar impunemente a través de su control de las armas, y un desprecio absoluto de los derechos de las víctimas y del derecho a la verdad del pueblo salvadoreño. La hipocresía del perdón, exigido a las víctimas por verdugos incapaces de pedir perdón por sus crímenes, desnaturalizaba la relación pacífica entre los salvadoreños sustituyendo la verdad y la reconciliación en la verdad por la ley del más fuerte. Incluso en los tibios actos de perdón del gobierno pasado, abundaba la mentira y la hipocresía. Se prometía, entre otras cosas, hacer una revisión de la historia de la fuerza Armada para apartar de lugares públicos los nombres de militares que hubieran infringido los derechos humanos. Pero los nombres de comandantes de batallones masacradores continúan exhibiéndose como héroes.
La noticia de Chile no es noticia en El Salvador. Tal vez queremos esperar cuarenta y un años para derogar la ley de amnistía. No importa que las instituciones a las que nos hemos sometido por tratado nos digan que esa ley choca directamente con la legislación internacional. Ni importa que la Corte Suprema haya dicho que los crímenes de lesa humanidad no tienen cobertura bajo esa ley. Con toda tranquilidad se aplica. Y cuando se reconoce finalmente que algunos crímenes no están amparados por la ley de amnistía, entonces se recurre a la prescripción, a pesar de que en todas las universidades de El Salvador se afirma que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles. ¿Y la independencia judicial de nuestros jueces? La cobardía y el miedo anidan en demasiados corazones.
Y mientras esto sucede, no faltan voces de defensores de la amnistía que piden pena de muerte para los criminales de hoy, como pedían ilegalmente la misma pena para quienes en el pasado no pensaban como ellos. Se reflexiona poco sobre la cultura de la violencia y sobre cómo la impunidad la multiplica. Se pide pena de muerte mientras sólo un cuatro o un cinco por ciento de los crímenes cometidos llegan a sentencia condenatoria. La indiferencia ante el pasado y el griterío ante el presente conforman una especie de trastorno bipolar en la que se mezcla la defensa radical de la impunidad de los crímenes de guerra con una especie de clamor por la venganza social en el presente, cuanto más dura mejor. Un rasgo más de una sociedad que con dificultad analiza las causas de la violencia y que no sabe buscar con un mínimo de inteligencia los remedios racionales para el crimen. No importa que desde repetidos estudios se nos diga que entre las causas de la violencia se encuentran los siguientes factores: la desigualdad económica-social, la vulnerabilidad de las clases medias y el miedo al retroceso socioeconómico que la vulnerabilidad produce, los bajos niveles educativos, los bajos salarios y la facilidad de duplicar el salario mínimo por vías ilegítimas, las redes de protección social desigualmente estratificadas y favoreciendo más a unos que a otros, la impunidad, la desintegración familiar en parte provocada por la migración y la debilidad de las instituciones relacionadas a la justicia y a la persecución del delito. Las causas no importan o bien porque no hay dinero, o bien porque no se quiere soltar el dinero que se necesita para enfrentarlas. Además de gastar en regalos y bonos administrativos, se prefiere invertir egoístamente en el gran y floreciente negocio de la seguridad privada, aunque éste contribuya a aumentar la abundancia de armas en manos de civiles. La sabia consigna de un grupo de ciudadanos, “armas ni de juguete”, ha pasado a la historia como si fuera una propaganda más de las muchas irrelevantes con las que nos aburre nuestra sociedad de consumo.
Es necesario pasar a una acción inteligente. Hay ya algunas experiencias interesantes y exitosas, tanto de la empresa privada como de instituciones públicas o de la sociedad civil. Son pequeñas, insuficientes y algunas se han venido hacia atrás por falta de continuidad en la intervención. Pero hay suficiente pensamiento y suficiente experiencia para pensar que la delincuencia y la brutalidad se pueden revertir. Necesitamos pasar de un pensamiento reducido y unilateral a otro que englobe los problemas estructurales y que una esfuerzos estatales, de la sociedad civil y privados. Es posible pasar del miedo a la racionalidad, del egoísmo y la comodidad a la coherencia con la solidaridad, la justicia y la compasión. Necesitamos dar el salto del sálvese quien pueda individualista al esfuerzo, el sacrificio y el trabajo de largo plazo. Chile, de diversas maneras superó la brutalidad del pasado y sigue aplicando racionalidad en sus políticas. Enfocar sistémica y sistemáticamente nuestro problema de delincuencia y de cultura de violencia tanto respecto al pasado como al presente no sólo es una necesidad ética, sino un paso indispensable hacia el desarrollo humano.
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