Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Cuando salgo me da por ver las arboledas, sobre todo por las madrugadas en las que el viento hace danzar su follaje. Me encanta apreciar esa imagen del sol que inicia a pintar el cielo y el lento batir de las ramas. Esa añoranza de mi niñez por vivir entre bosques, de estar rodeado de plantas.
En el judaísmo el árbol simboliza al ser humano, y este miércoles dio inicio el año nuevo de los árboles (Tu Bshvat). Mientras camino pienso en ello, la importancia de esos maravillosos árboles que nos proporcionan oxígeno, sombra, frescura y frutos. Tenemos tanto que agradecerles. Poco a poco he visto las calles desarraigarlos, la mayoría de los innumerables árboles de mi niñez ahora solo son recuerdo y me inquieta que nuestro país cada es más caluroso y existe menos sombra mientras camino al mediodía.
Recuerdo dos árboles de mi niñez. El primero era un almendro de río que estaba frente a la casa de mis abuelos maternos. Mi abuelo, Mauro Márquez, lo había sembrado recién llegamos a la San Luis, junto a un maquilishuat que le daba la bienvenida a nuestros visitantes. En ese almendro jugábamos con mi primo Joaquín Vásquez durante horas. Nos subíamos entre sus ramas y desarrollábamos innumerables guiones con nuestros muñecos de Los Master of the Universe. Con el tiempo dejamos la afición de trepar el almendro y los años fueron pasando. Un día comenzó a secarse y sin darme cuenta el espació quedó vacío, desarraigaron su tronco seco. Ahora existe un mirto en su lugar. En tanto, siempre que pienso en esa jardinera mi imagen mental evoca ese almendro de río y mi niñez, como si todavía estuviera ahí.
El segundo, un árbol de nance que llenaba el patio de mis abuelos. Dicen que cuando lo sembraron creyeron que cohabitaría con el resto de la vegetación, pero al poco tiempo sus ramas inundaron todo, se convirtió en un majestuoso árbol. Tengo tan presente a mi abuela Josefina sentada a su sombra viendo las diminutas lunas que se proyectaban en el suelo durante el eclipse de sol de 1991. Ahí iba viendo el desarrollo del histórico eclipse total. Ahora tampoco está, un día dejó de producir nances y se volvió recuerdo.
El resto se va difuminando, mientras algunos árboles aún se yerguen frente a mi.
Nunca he comprendido a los vecinos que con toda tranquilidad cortan los árboles de sus casas para darle paso a planchones de cemento para ahorrarse el trabajo de barrer hojas o el gasto de agua potable. Como si no fuera simbiótica nuestra relación con la vegetación, como si pudiéramos vivir sin la vegetación.
Sigo soñando con ver mi entorno lleno de árboles, de recorrer las calles de mi ciudad bajo la sombra de inmensos palenques; sueño con ese día en que la naturaleza se vea más que los angustiosos y omnipresentes postes del tendido eléctrico.
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@vallejomarquez