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Las balas de la noche   

 

Por Mauricio Vallejo Márquez 

Vi las balas pasar frente a mí. Eran interminables mosquitos de luz que cruzaban la Calle a San Antonio Abad. Nuestro reloj marcaba algunos minutos tras las siete, creo. Mi tío Moncho dio un giro en U digno de una película, sin meter freno y sin titubear. Yo no comprendía porque habíamos cortado camino rumbo al Pops, donde me aguardaba una banana Split. Comencé a increparle al tío su falta de comprensión ante mi infantil y poco racional capricho. Tuve como respuesta el silencio. Al llegar a casa mi mamá tenía la radio encendida y estaba serena, tranquila, como si esperara que algo pasara. Ahí me di cuenta que la cosa no era tan fácil. 

Mi mamá iba a salir a San Vicente a la fiesta del canasto, se secaba el pelo. Para distraerme me había enviado por un sorbete y no preguntar dónde estaba. Pero el destino de aquel remoto 11 de noviembre de 1989 la obligó a quedarse en casa. 

El tío Moncho estaba atemorizado. Sentía el riesgo en el viento. La noche era fría y denotaba que la cosa estaba caliente afuera. Dijo con miedo que regresaría a su casa. Mi mamá lo despidió y siguió su vida. Después supimos que el tío sobrevivió.  

Cuando estuvimos solos mi mamá me pidió que me sentara. “Comenzó la ofensiva”, me dijo. “¿Vamos a ganar?”, le pregunté. Vi esperanza en los ojos de mi mamá. La misma que observé el 15 de marzo de 2009 cuando ganó el FMLN. “Esperemos que así sea”, me contestó.  

Aquella noche dormimos en la planta baja, después de bajar los colchones. Así nos librábamos de algún misil, porque el plafón de la casa sería suficiente para amortizar eso. Sin embargo, las balas caían cerca. Parecía navidad y yo soñaba con el triunfo y un mañana más justo como deseaba mi papá en sus poemas.  

Al llegar la madrugada esperé que ella se despertara. Pero ella ya estaba lista. Como siempre tenía una estrategia para lo porvenir. Estuvimos solo un día más en la casa de la Santa Margarita y nos movimos a la San Luis con mi abuela y otros tíos y primos. Ahí estuvimos a la espera de que los cambios llegaran y el momento que deseábamos para tener justicia restaurativa y todo aquello que se me había inculcado en la sombra se volviera realidad. 

Cuando se dieron los Acuerdos de Paz en 1992 llegué a sentir que la Comandancia nos había traicionado dejando de dar la lucha y hacerla prolongado como sugería el Comandante Cayetano Carpio. Pero con el tiempo llegué a entender que ese era el triunfo y que gracias a ello dos grupos antagónicos lograban sentarse en la mesa y discutir un destino como patria. Me di cuenta que las diferencias pueden convivir y que pensar diferente no era una excusa para dividirnos, sino que era el motivo esencial para buscar entendernos para caminar juntos rumbo a un mejor futuro. 

Cada 11 de noviembre recuerdo esa noche y cómo la madurez comenzó a crecer con el tiempo para comprender que la vida requiere de momentos así para construir nuestra civilización y el futuro. 

 Licenciado en Ciencias Jurídicas
 Maestro en Docencia Universitaria
Escritor y editor
Coordinador Suplemento Cultural 3000

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