EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA.
(O “Breve historia resumida en tres cuentos, que pretende ser una pequeña novela en la que se relatan las peripecias que se suceden en un pintoresco mundo de microbios”).
NOTA ACLARATORIA:
Cualquier semejanza con hechos o situaciones actuales debe ser desestimada.
Por Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Continuación:
SEGUNDA PARTE:
Las Cacarañícaras y los Poligulígulas eligen Presidente.
(En donde se comprueba cómo es de voluble la naturaleza humana, y cómo los intereses de los holgazanes siempre privan sobre los de los trabajadores, por más que estos protesten y se sacrifiquen; así se ve entonces cómo es posible engañar a un pueblo cuando éste ha sido históricamente bobo y dado a consolarse con cantos de sirena. Se hace un retrato escrito del candidato y de algunos de sus principales colaboradores).
Pasado algún tiempo, las Cacarañícaras y los Poligulígulas fumaron la pipa de la paz con los Calivobéboras y los Chumbibilicas. Se sentaron juntos a dialogar, en una especie de hermandad sacra, observados por otros animalejos entre los cuales sobresalían algunos con aspecto de zorro. Ahora se trataban muy respetuosamente, reconocían y aceptaban sus mutuos errores, eran tolerantes, se aconsejaban los unos a los otros, se distribuían las responsabilidades y compartían así los múltiples privilegios. Estaban felices, inmensamente felices. Todos los días se reunían en un amplio salón que les habían reservado, se reposaban en sus mullidos asientos, e, imbuidos del calificativo de hijos de la patria con que ellos mismos se habían autonombrado, comenzaban a resolver salomónicamente todos los asuntos que abatían por ahora a aquel agobiado mundo de microbios. Eran casi un centenar de los más variados colores. Los había rojos, rojos rojos, rojos rojizos, rojos ligeros, verde musgo, gris desteñido, azul pastel, amarillo ligero, y en fin, polícromos de todas las longitudes de onda y de todas las frecuencias imaginables. Cada día, a cada situación planteada, respondían con elocuentes discursos, entablando entre ellos enconados debates. Cuando cada uno tomaba la palabra se ponía de pie, ceremoniosamente, parsimoniosamente, elegantemente, y en forma exaltada y expresiva, exponía su plan de solución, no sin antes destruir en forma ordenada todo lo que anteriormente había sido ya expuesto alrededor del mismo tema por sus compañeros. El resto le escuchaba distraídamente, recostado cada uno en su mullido sillón, esperando que les llegara el turno, si acaso no lo habían hecho ya, para así poder demostrar sus dotes oratorias.
Era reconfortante ver a las Cacarañícaras y los Poligulígulas hermanados con sus acérrimos enemigos de antaño, los Calivobéboras y los Chumbibilicas, resolviendo asuntos tan serios como los del respeto a los derechos microbianos, de la preservación urgente del ambiente natural, de la seguridad alimentaria, del derecho a la salud y a la educación, y haciendo que la democracia reinara en el país de los microbios de manera invencible, pues sería amparada por una pronta y cumplida justicia que sabios y honestos jueces y magistrados, probos y valientes como sólo ellos podían serlo, se encargarían de preservar. Al final de cada sesión, cuando se retiraban a descansar conducidos en sus lujosos carruajes y protegidos por fieles y valientes lugartenientes, se notaba en sus rostros la satisfacción de haber cumplido con sus amados hijos, los microbios del pueblo, ellos, padres orgullosos y responsables de aquel país lejano y particular en el que todo el mundo tenía puestos los ojos desde hacía tantos años.
Todos, cosa muy especial, se iban tornando rubincundos, se comenzaban a pronunciar sus formas, se volvían cada vez más saludables, más carnosos; en fin, en una palabra, que estaba presente en ellos la curva de la felicidad. De cuando en vez, había que reconocerlo, aparecía en medio de alguna de las magnas asambleas, pues estas eran siempre magnas y solemnes, en medio de alguna discusión, alguna voz disidente que parecía querer retomar viejas y retrogradas posiciones, extremas e irreconciliables, del pasado, pero el pleno se encargaba de acallar aquella voz equivocada, aquel pensamiento extraviado, aquel microbio confundido, llamándolo a la reflexión y al uso del buen sentido, en provecho, por supuesto, de los millones de microbios oprimidos; y tan unánime llamado hacía que apareciera la cordura necesaria para dar, como previamente convenido, un final feliz a la discusión.
Resultaba en la misma forma impresionante ver aquel marco de relaciones, de rígidas expresiones, de gran seriedad, de suprema magnificencia, todos alrededor de su selecta dirigencia, entregados por completo al servicio del prójimo. Su amplio espectro los hacía poseedores de toda clase de sabiduría. Eran así capaces de entificar las más duras realidades. Entre sí eran solidarios, responsables. Allí había sectores bacterianos, levaduras, hongos, hasta virus; los había aerobios, facultativos, autotróficos, heterotróficos, y más de algún anaeróbico a quienes sus compañeros, en base a la solidaridad que ya hemos comentado, permitían espacios, aunque fueran pequeños, para que tuviera también oportunidad de expresarse, cuidando por supuesto que no contaminara el ambiente y evitando que fuera a desatar alguna epidemia. Los había de diferentes formas, como de bastocillos, redondos, cuadraditos, flagelados, de estrellitas, y de repente, alguno que otro con forma de hongo filamentoso reductor. Unos eran pequeños; otros, gigantes. Los había saprófitos, los cuales pugnaban por llevar una vida independiente, buscando siempre formas de auto sustento y de auto adaptación propias y personales, para lo cual trabajaban sin necesidad del estímulo de sus compañeros; pero a estos llegaban a incomodarlos los parásitos, acompañándolos como rémoras, robándoles sus argumentos, que esto es lo que más a ellos les molestaba, y repitiendo sus lugar comunes y sus frases hechas, tales como aquellas que hablaban de la «praxis concreta», de la «infraestructura“, de la «problemática» y de las profundas diferencias entre soluciones coyunturales y estructurales, entre lo urgente y lo importante, expresiones todas que en lo augusto y solemne de la sala, cuando eran pronunciadas, provocaban un gran impacto y una grave conmoción en la audiencia, sobre todo cuando era dichas con grandilocuencia y rigidez muy calculadas.
Y es que el lenguaje discursivo de las Cacarañícaras y los Poligulígulas, los Calivobéboras y los Chumbibilicas, era muy especial y único. Su capacidad de respuesta en forma tal de decir y decir sin decir nada, no tenía parangón. Su capacidad de acomodamiento era infinita. La dialéctica platónica, la hegeliana y la materialista habían sido allí ampliamente superadas, relegándolas a cosas del pasado, a pesar de que muchos de ellos se habían formado en tales escuelas. Respondían, disintiendo, en un marco de superación de las contradicciones en el que los cambios cantidad/calidad se sucedían sin cesar, avanzando a base de su superación. Aquello era un panta-rei inmenso, interminable, pero sabiamente ordenado, un panta-rei cósmico. La negación de la negación y la crítica de la crítica crítica, en el marco de unas praxis concretas, permitían superar las más agudas contradicciones, haciendo así avanzar el proceso. Algunas veces, los niveles de complejidad de las discusiones, originadas por lo delicado de los problemas, superaba las mayores de las disquisiciones medievales conocidas alrededor de los universales, y entonces, el que los universales precedieran a las cosas o el que las cosas precedieran a los universales no era más que juego de niños para aquellas mentes privilegiadas que se reunían cotidianamente en el augusto salón del país que servía de marco a las regias asambleas. Todo al final quedaba claro, todo encontraba solución; era sólo que el pueblo de microbios tuviera paciencia, tuviera fe, esperanza. Para eso estaba la sabia dirigencia.
Sus posiciones doctrinales eran magníficas. Unas, elegantes; otras, complicadas; unas, sencillas; otras, novedosas; algunas, muy académicas, profundas. El asunto era “estar en situación», «saber elegir ser», «estar claro en el laberinto», «ser concreto en lo difuso» para poder “amasar el hombre nuevo», y otras cosas así. Tenían una visión topográfica de las situaciones, como que alguna pulsión interna los liberaba de las neurosis disociantes provocadas por la represión que les ocasionaban las instituciones existentes en el mundo microbiano, ya plenamente superadas en otros contextos. Había que cambiar, había que dar un giro radical en el orden de la vida microbiana, y para encontrar el cambio buscado y el radio de giro adecuado, allí estaban ellos, los padres de la patria, en su constante desvelo, en su indescriptible martirio. Había unos allí que eran altamente racionales; otros no llegaban a tanto, pero logificaban; muchos inteligían; la mayoría actuaba en mera y justa aprehensión primordial de realidad; no pocos simplemente liberaban biológicamente su estimulidad; y más de alguno se quedaba en lo trófico, sin poder llegar siquiera a lo estimúlico. Pero como eran solidarios, hermanos en aquella lucha por la causa común, se comprendían, se toleraban, se aceptaban, se correspondían, haciendo de sus variados matices, una sola expresión, un sólo símbolo. Tanta era la agitada actividad de aquella especie de apostolado patriótico, que en determinadas ocasiones aparecían signos de miastenia grave y de acalasia, y entonces, en honor a la prudencia suspendían las actividades por semanas enteras, para refugiarse, con sobrada razón, en el ocio y en el reposo.
Sin embargo, a pesar de la unidad en que se sostenía, mantenía cada quien su propia identidad, su propia personalidad. Era aquella, entonces, la unidad en la diversidad, y así, cada quien se expresaba con plena auto identificación aplicando sus propios mecanismos de ajuste a las situaciones que se le presentaban. Como los había físicamente limitados y psíquicamente deficientes, estos aplicaban conductas de compensación adleriana, al estilo de Demóstenes o de Napoleón; también los había socialmente inaceptados, y estos entonces recurrían al argumento de las uvas agrias para vencer su frustración. Muchos presentaban tendencias a hacerse partícipes de las cualidades de los otros, en un proceso cíclico de evasión y retorno emocionalmente expresado; no pocos eran dados a tomar actitudes de mártir ante los problemas conmiserándose para atraer el afecto y la atención de los demás, procurando compasión y lástima; otros eran regresivos, y no cesaban de repetir las coplas de Manrique; algunos, disociativos e incoherentes; muchos, represivos, llenos de complejos de superhombre adquiridos en las tiras cómicas; y, en fin, calamitosos, negativos, fantasiosos, soñadores, egocéntricos, y muy particularmente, catatímicos. En la mesa directiva se sabían poner de manifiesto estas actitudes catatímicas, sobre todo, entre antiguos rivales del mismo género.
Las Cacarañícaras y los Poligulígulas, viviendo así tan afectuosamente con sus contrincantes de antaño, los Calivobéboras y los Chumbibilicas, habían, pues, consolidado de nuevo sus estatutos de opresión y de engaño, de dominio, de explotación y de miseria, mediante aquella salida singular que, en el último instante, Trastaramara les había propuesto: La unión de los políticos. Ahora es cierto, había más hambre, menos alimentos, menos medicinas, más sufrimiento; pero ello era así porque ese era el supuesto básico, el punto de partida, de aquella singular opción preferencial por los más pobres de los pobres. Estos seguían en tanto, sacrificándose, esperanzados en que al cabo de unas cuantas generaciones comenzarían a rebalsar uvas y manzanas, peras y melocotones, mangos y zapotes, miles de jamones, miles de tomates y lechugas, larguísimos e interminables fideos, millones de granos, y torrentes de cristalinas aguas, de unos árboles mágicos que ellos sembrarían para que los pobres de esas por venir generaciones los cosecharan recogiéndolos con sólo voltear las palmas de sus manos hacia arriba. Hermosa herencia la que había prometido el pronóstico de Trastaramara. Este, tras el letargo en que había vivido en sus últimos años, en los que había sido el único político del pueblo, en un instante lúcido, superó su impresión de realidad, pasó de lo entitativo a lo talitativo, inteligió, logificó, razonó, y así dio la respuesta. Esta fue un éxito.
Los sabios de aquel mundo fantástico, el increíble Poliopo, el portentoso Adirondaco, el magnífico Alacalufe, el científico Estambacóccido y el genial Berenguele, estaban asombrados del triunfo de Trastaramara. Ellos, que eran autotróficos, heteretróficos, productores, aeróbicos, facultativos, saprofitos; ellos, que habían dedicado sus vidas al estudio de sus semejantes; habían sido vencidos por Trastaramara, que no era más que un microbio parásito y patógeno, en aquel acto fundamental y único que había hecho preservar la paz mediante la unión de las Cacarañícaras y los Poligulígulas, los Calivobéboras y los Chumbibilicas, antes irreconciliables enemigos y hoy solidarios compañeros. No les quedó entonces sino como única alternativa, contemplar, asombrados, el proceso.
Trastaramara era un extraño tipo. Desde niño había manifestado un temor morboso por las alturas, y entonces aprendió, a fuerza de necesidades, a subir agarrándose de lo que fuera, asiéndose fuertemente para vencer su acrofobia, y permitiéndose así acceder a sitios que no le correspondían y en los que incomodaba. Aunque era afásico y aerofágico, gustaba de hablar y hablar para vencer tales limitaciones, y siempre que lo hacía se exaltaba, aún cuando no hubiera puntos discordantes y más bien sólo armónicos. Al final, como era su objetivo, nunca decía nada, a pesar de sus largos y encendidos discursos. Sin embargo, Trastaramara, al par de que era dado a hablar sin decir nada, era buen observador y sabía escuchar. Se situaba, con hábiles maniobras, donde había, y ya allí colocado, se afianzaba aplicando sus húmedas ventosas hasta exprimir el cuerpo sobre el que parasitaba. Tantas habilidades juntas no le dificultaron convencer a aquellos entes microbianos desesperados por encontrar soluciones inmediatas. Trastaramara, hábil, no resolvió, pero supo consolar.
El pueblo hizo una fiesta de las elecciones. Millones de microbios se solazaban escuchando la radio, viendo la televisión, leyendo los periódicos. Gozaban. Los bastoncitos se hacían más alargaditos; las estrellitas tejían nuevos picos; y así, todos se divertían esperanzados al escuchar tantos ofrecimientos nobles y desinteresados. Desde el amanecer eran bombardeados por una avalancha de mensajes subliminales, subrepticios. Había fiestas en las calles, en los parques, en las oficinas; discutían en los omnibuses, en las esquinas, en fin, aquello era una algarabía plena en el país de los microbios. En ese marco de alegría sin fin, la figura de Trastaramara se iba quedando en el subconsciente de los más pobres de los pobres, quienes, aletargados por la anestesia propagada, veían en él a su salvador y le manifestaban su apoyo cuando vociferaba sus discursos. Trastaramara, hábil, provocó opositores de los más variados matices, estimulándolos, financiándolos, infundiéndoles ilusiones; se mostró débil e inocente ante ellos, les hizo ver su lado flaco, que a simple vista era casi imposible de captar; así fueron apareciendo en las laminillas del espectáculo microbiano, vistos desde aquel potente microscopio binocular, Charrandinga, Campusano, Leperiuco y muchos otros microbios de variados matices y singulares aspectos, que creían, cada cual para sí, que en ellos estaban las soluciones a los problemas de los compatriotas, y que por lo tanto tenían su apoyo y vencerían a Trastaramara fácilmente, de tal forma que la competencia simuló un enorme circo de cuatro, cinco y hasta seis pistas en las que cada mandarín tocaba su flauta y cada volatín hacia su pirueta. Pero todo había sido rigurosamente calculado. Trastaramara cambiaba de colores, culebreaba, avanzaba, retrocedía, y constantemente prometía. pero sin decir qué. La fiesta prosiguió por largos meses; los microbios estaban como enloquecidos, eutróficos, se retiraban en forma rápida, enfriándose adiabáticamente, y después se quedaban extasiados, como anulados ante lo que escuchaban, contrayéndose en respuesta y generado unos enormes ciclos de histéresis que calentaban asombrosamente el ambiente. Trastaramara era la esperanza, él, y sólo él, les había dado la esperanza de ver con claridad el futuro de aquel pueblo de microbios. En la esperanza, en la fe, en la redención, en la humildad, en la resignación, en el sufrimiento, allí estaba la respuesta, les decía el político, exhortándolos a mantener la calma, la cordura, y pidiéndoles que advirtieran a los hijos de sus nietos que se prepararan para el gran rebalse de las ollas y de los tecomates que habría de venir, como un nuevo diluvio universal, pero ahora colmado de frutas y viandas sin fin. Entonces, los microbios se hacían anelásticos, vibraban y vibraban, en una enorme histéresis colectiva que acaba encendiendo el ambiente. En sus sueños se sentían viviendo en la tierra de Jauja, bañados por enormes ríos de leche de cabra y alimentados por montañas de anís y chocolate. Trastaramara se frotaba sus manos, afinaba sus fosas nasales, y seguía prometiendo que cumpliría lo que había prometido.
Las Cacarañícaras y los Poligulígulas, los Calivobéboras y lo Chumbibilicas se gozaban de tal situación, sintiéndose orgullosos de su obra y de los efectos económicos que esta les estaba generando. Y seguían así, en su placer discursivo, dictando leyes y más leyes para su mundo microbiano, que unos augustos jueces y magistrados que ellos mismos habían nombrado se encargaban de hacer cumplir. Poliopo, Adirondaco, Alacalufe, Estrambacóccido y Berenguele, y este como el que más pues era el más soberbio y el que se creía más sabio, sintiéndose rechazados por su sociedad, seguían alarmados sin comprender nada, a pesar de que ellos ya todo lo sabían.
Hubo elecciones. Trastaramara fue electo Presidente.
Continuará.
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