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Las conversaciones íntimas de febrero (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

En la coyuntura que yo bautizo como “las conversaciones íntimas de febrero” –las conversaciones del pueblo que, por francas y fulminantes, son ignoradas por el poder fundado en la corrupción- ondea la flama del derecho a reclamar por la fuerza lo que por la fuerza –de las armas, las leyes y la corrupción- le ha sido expropiado desde los años inmemoriales de la amnesia colectiva. En esas conversaciones íntimas fulgura el misterio de la utopía que consiste en que la memoria reclame su puesto en la historia y se manifieste claramente, pero no como odio (pues no tiene nada que ver con él ya que es una cuestión social objetiva) sino como sed de justicia tangible que trepa hasta el cielo de los desposeídos.

En la coyuntura de las conversaciones de febrero se pudieron observar, aunque tímidos, los primeros augurios -o los últimos, eso dependerá del resultado final de la correlación de fuerzas- de la renovación del deseo de dignidad que signa a la fase histórica de la lucha de posición. El más importante de esos augurios fue el bautismo de la indignación autónoma del pueblo y por tal debemos entender que se refiere a un sentimiento de festividad que no podrá ser sodomizado por nadie, en tanto el pueblo cree en él mismo y no en otros. Y como toda festividad con fondos propios, es una invitación a la sonrisa y a la esperanza. El contenido y el tono de las conversaciones de febrero está inspirado en la esperanza y la ilusión. Esa es una buena noticia y es una invitación también. Y los que se creen muchos, pero que en realidad son pocos, dirán que es una burla o una ilegalidad -cuando en el país hay tanta lágrima, tanta agonía, tanto miedo al futuro inmediato, tanta paranoia gratuita, tanta podredumbre, tantas ratas- que las circunstancias inviten a la alegría colectiva y, sin embargo, creo que ninguna apelación es tan oportuna para nuestra nación y para los ciudadanos que el llamado utópico de estas conversaciones clandestinas de felicidad y de optimismo, un llamado que, más allá de los colores insignia que se tengan, debería ser acompañado por todos los quieren un país mejor.

Y de súbito nos paramos en las gradas de Catedral cuando el pueblo regresaba de las marchas después de sufrir atroces masacres y, goteando sudor y sangre, se preguntaba ¿dónde estaba Dios? Pero en este regreso simbólico a la Catedral se encuentra una patria traicionada por enésima vez; ruinas humeantes de las luchas anteriores; confusión inenarrable que lleva a no identificar al enemigo y a atacar a los hermanos; un silencio inconfeso que apenas empieza a encontrar su voz; en este regreso simbólico se encuentra una sociedad con temor como si todo fuera muerte. Sin embargo, ante ese beso de Judas: la unidad del pueblo; ante esa confusión ideológica: formación de una cultura política democrática y revolucionaria; ante ese silencio sepulcral: un grito, y luego otro y otro más; ante esas ruinas: una bandada de arquitectos diseñando el futuro; ante esa depresión del alma: un levantar la voz colectiva hasta el cielo. Por amor a sus hijos, el pueblo debe componer lo que haya que componer; por amor al profeta de la Catedral hay que recuperar el púlpito y la voz, no descansar hasta que caiga el muro de la injusticia. Un profeta como faro del optimismo y el pueblo avistará el muelle de la utopía.

Contra todo pronóstico y contra las invocaciones a los escuadrones de la muerte y a la desunión, el pueblo ve renacer el optimismo de la conciencia que teje, con paciencia de santo, la telaraña de la liberación. Esta debe ser la seguridad que dé la sociología comprometida con el pueblo: que la siembra dará sus frutos para sus productores directos. La emancipación –dice, Boaventura de Sousa, parafraseando a mí abuela- es un hecho real porque todos los momentos son revolucionarios; la dignidad ha venido a la historia de las víctimas de la pobreza y del acoso laboral en las maquilas y quiere dar a conocer su doctrina y despertar en sus sedientos seguidores la ilusión del pezón caudaloso de la siempre hermosa virgen María que, como una flor de dos pétalos, simboliza a las madres.

Yo quisiera entonces, compatriotas presentes y ausentes, que esta reflexión parta del supuesto que lo supone todo: en la medida en que un pueblo está satisfecho más allá de lo básico se manifiesta en éste el tiempo como liturgia social; y en la cantidad en que un pueblo sonríe, encuentra los caminos de la seguridad, la justicia, la armonía y la solidaridad en la historia, y entonces la historia es su espejo y es su milagro, pero no como la simple narración de un prodigio llamado “turno del siempre ofendido”, sino como un período más significativo que bien podríamos denominar como “la doctrina de los símbolos”. Entonces el pueblo se puede preguntar: ¿Estamos hoy ante el primer símbolo de que ha llegado nuestra hora o estamos ante otro patético sarcasmo de la historia nacionalista? La hora del pueblo, esa es una expresión subjetiva que se hace carne en la voluntad, que puede ser la voluntad de seguir clavado en una cruz de jiote o la de resucitar a la tercera insurrección de la flor de izote. En medio de esas voluntades: el dolor de tierra y el analgésico de maíz; el hambre inconfesa del indigente y el pan recién horneado en los pechos; el torturador de plomo y el profeta de barro, todos esos son los símbolos de que es la hora del agua como presagio de que hay que morir en la sed para poder resucitar en las manos de la madre.

Y es que, por designios inapelables de la cultura, la madre siempre está presente en el imaginario del pueblo porque significa amor, reproducción y refugio al mismo tiempo. En los momentos de crisis o de felicidad extrema hallaremos en comunión a la madre y al pueblo, al pueblo y la madre, de ahí la feroz devoción a la virgen.

No ver los procesos sociales como un acto maternal es quitarle el aura a una estrella fugaz. Una emancipación de la corrupción sin el acto maternal del reparto equitativo es inconcebible; también es inconcebible un muerto abandonado dentro de una fosa común sin el amor y las lágrimas maternales que lo consuelan, lo cobijan y, como acto final, se comen sus pecados para convocar al perdón. Como pueblo digno somos la madre de nosotros mismos, y esa es la mejor escuela de sublevación colectiva.

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