Wilfredo Arriola
Algo se ha quedado en el tintero muchas veces después de todo, algo y ese algo resulta una insistente forma de repasar lo que se ha quedado con nosotros, una palabra, un abrazo, un gesto, una confesión y quizá eso sea lo más importante. Luis Ramiro poeta contemporáneo retrata de alguna manera lo anterior con su micropoema, palabras: “Las palabras que no vas a decirme. Esas son las duras de verdad”. También Pessoa arremete en unos versos magistrales “En el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños, yo era feliz y nadie había muerto”. Palabras dichas hasta después, unas que se quedaron como consigna en momentos amargos.
Entender que, en el momento de los discursos, de las peleas o esas conversaciones anheladas se van desarrollando los comentarios que la mente puede disponer en ese preciso momento, luego nos asalta la duda de la trillada frase: “lo hubiera dicho” o al contarlo en diferido y no relatar la historia como fue sino la que hubiéramos querido que fuera y en nuestra narrativa contar la versión corregida alterando ya la historia. Sin duda pasan muchas cosas al contar el pasado o somos más inteligentes o vamos editando cada vez más lo sucedido y solo recordar lo que nos es favorable.
El hubiera es ese fantasma que lo alimentamos con nuestra impotencia. Es un país minado con lo que ya no puede ser, y está y nos mira desde el lugar que le asignemos, ya sea en la sala de nuestra casa o eventualmente desde el patio en el lugar destinado a las cosas que ya no tienen sentido. Lo que nos callamos podría retratarnos mejor cuando se hable de la biografía que abonamos día con día, es esa parte educada en silencio, pero con la esencia que guardamos así nosotros mismos. Por eso valoramos tanto aquellas personas con las que podemos conversar mirándonos a los ojos y no cuidando lo que decimos, quizá por que con esos sujetos descansamos de nosotros mismos, y a veces resulta tan agotador cuidar tanto al personaje de representación que nos hemos inventado que ponerlo en a un lado resulta satisfactorio.
A su momento esas cosas que forman parte de nuestros secretos seguirán teniendo la valía del porque se quedaron ahí o simplemente se guardaron en lo absurdo de nuestra intimidad. Hay emociones que tienen fecha de caducidad y con decirlas a su tiempo, pudieron haber modificado tanto, tanto que hoy solo podrían crear paz o remordimiento para quien le pudieran interesar. El derecho a callar también nos define y también nos oculta a los demás de ser en realidad quienes somos. Tantos secretos que seguirán descansando en la memoria de quien las tiene y con el trascurrir del tiempo desaparecerán, como todo, como todos. La eternidad según se cree es no caducar con el tiempo, pero a lo mejor es estar en un presente donde por un momento uno no se guarde absolutamente nada y sea quien es, tal cual. Lo decía Yourcenar: “El verdadero lugar de nacimiento de una persona es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente”. Eterna.
Debe estar conectado para enviar un comentario.