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Las cuevas del imaginario del pueblo

René Martínez Pineda *

El imaginario social es, para la sociología, un código casi indescifrable que tiene su fondo y su superficie muy distantes entre sí; sus calles rectas y sus curvas letales que lo convierten en un submundo tan fascinante como peligroso, tal como el mundo sociocultural de un país violento o el de uno sumiso. Hay profundas y sinuosas cuevas en el submundo del pueblo como bullicioso y compartimentado secreto urdido por masacres, expropiaciones, cacerías ideológicas, dictaduras militares, cárceles clandestinas, indocumentados e intelectuales esbirros e incansables como políticos corruptos. Cuevas como herrumbrosa nostalgia de un futuro sin pasado, como inframundo a flor de piel en el que en el que duermen las ruinas de su ansiedad tormentosa como boletas de empeño que aúllan por la noche. Sí se puede vivir en un inframundo a flor de piel cuando usamos máscaras festivas, o cuando somos devotos feligreses de la iglesia del consumo de los últimos días que es pastoreada por genocidas sin expediente criminal que, si los dejamos, son capaces de llenar de cadáveres el Gran Cañón y por publicistas sin escrúpulos.

Hay sinuosas y profundas y oscuras cuevas con fechas cabalísticas cinceladas pacientemente, golpe a golpe, por cuerpos desnudos: 10 de mayo de las mujeres con hijos desaparecidos y con poetas mártires que se niegan a morir en un poema de amor; 22 de junio con maestros perversos que por ineptitud notoria se tragan a las luciérnagas y con maestros que reinventan el abecedario en la mente de los niños para que descubran trigonometrías y palabras nuevas todos los días; 16 de enero en guerra contra la privatización de la vida y la nacionalización del hambre; 10 de octubre sin mercaderes de la ideología ni carros del año y con utopías pacientes y bellas; 15 de septiembre sin tratados de libre comercio que nos tratan como esclavos; 12 de octubre con filibusteros en busca del agua patria para saciar la sed de sus bolsillos; 14 de febrero con memorias de putas tristes que, en silencio y a solas, leen despreocupadas los reglamentos y manuales de la doble moral que le da sentido a la Constitución y sus caballeros templarios.

Hay sinuosas y profundas cuevas en el submundo del pueblo como imaginario con imágenes milagrosas y con fechas mortales cinceladas en secreto -y sin pedirle permiso a la usura trepidante del funcionario sin voz de mando ni neuronas- por cuerpos desnudos y entrañables y hermosos y aguerridos, porque hasta las rocas más duras ceden, al final del día, ante esos cuerpos como acero inquebrantable que crepita en la bruma glacial de la soledad laberíntica que, por cuestiones de conciencia y salud pública, no tiene valor de vestirlos.

¡Ah! las cuevas del imaginario del pueblo como tumultuoso cementerio de fieles elefantes donde los indigentes de la palabra que carecen de patria y los suicidas orgánicos que escriben poemas como celajes inconfesos, llegan antes de tiempo para acomodar la mullida almohada al compás de la canción de cuna de las explosiones libertarias de antaño que repiten de memoria las vocales del vahído social en plena calle; que conocen, sin escuela de por medio, las cuatro operaciones básicas de la lucha en pleno vértigo; que persiguen, sin brújula ni mapas, la utopía que quedó difuminada, como estrías perfectas, en el muro del norte que lo divide todo para proteger a los otros de nosotros… Amén. Las rosas rojas de una lucha sin fin y la levedad de la espuma marina que fornica sin penitencia muelles y botellas a la deriva son el ropaje de la primavera de la piel indómita como pueblo; el jadeo imaginario de las personas indispensables es un faro de luz como consigna roja; la resucitación repentina de los muertos que nunca mueren es un rayo en el desierto del hambre; la furia de los labios de las mujeres que, como la utopía social, son hermosas para siempre, es el mensaje clandestino del fusilado en los paredones clandestinos; los pies descalzos como celajes divinos son las hondas huellas del paciente caracol de la justicia caminando con pasos de ciego sobre las brasas ardiendo cual amor mundano y cotidiano que coge con adorada degeneración para no caer en la trampa religiosamente mercantil de hacer el amor.

Eso explica por qué adoro a muerte a mi pueblo disímil como afortunado objeto de la espeleología de la conciencia. Mi pueblo: territorialidad robada de las manos de los sismos recurrentes y las inundaciones en el asfalto; pueblo como diminutos caseríos juntitos a las milpas sembradas en el recodo de la casa comunal, en el patio del vecino y hasta en del salitre de los puertos; como muelles vocingleros en la adicción de la sal; caseríos tiritando entre la menstruación de la neblina que quedó sin cafetales y sin luciérnagas; cerros titilando enormes cánticos de sirenas buenas; hacinados barrios heroicos frente a los temporales despiadados y densos; humillados cantones de sobrevivientes ciegos bajo un candil de aceite hirviendo; maquilas al acecho entre los frijolares con una pistola de grueso calibre; El Mozote como un gran remolino en suspenso; Ayotzinapa como cuenta por cobrar; San Fernando como puerto de indocumentados; Cochabamba que no niega un vaso de agua; cuarteles aromáticos como un gran cementerio en noviembre; Venezuela con los oídos rotos por la mentira imperial; la política con los ojos pinchados por el libertinaje; Buenos Aires y Caracas atrincheradas para darle la malvenida a los filibusteros hambrientos que naufragan en los mares de petróleo; Guazapa y su fiero vaso de chaparro; la Habana bostezando dignidad entre los twitters y los carros clásicos; Perquín primorosamente paciente; el volcán de San Salvador, Barcelona, Berlín, Moscú, Soyapango, el mercado central de Quito, Montevideo, México como una única margarita que espera ser desmembrada por manos inocentes; Acajutla, La Libertad, el Golfo de Fonseca, los manglares repletos de niños sin futuro como una lenta playa de mi pueblo; niños que se miran en el crónico espejo que surcan las dignas tortugas que no olvidan, jamás, donde tienen enterrado el ombligo; ilusiones de gente humilde que apartan como cuchillo filoso las interminables espigas del hambre.

Sí, las cuevas del imaginario del pueblo son un tiempo y un espacio como refugio imbatible contra la bomba atómica de la desesperanza; son el imaginario social que tiene su fondo y su superficie y que le da sentido a la sociología como ciencia comprometida.

*René Martínez Pineda

Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES

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