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Las diversas formas de racismo

José M. Tojeira

Todos tendemos a pensar que el racismo es una doctrina pasada de moda, viagra y que sólo unos pocos locos gringos del Ku Kux Klan y otros ultraderechistas europeos se mantienen fieles a esa paranoia de los privilegiados. Sin embargo hay síntomas claros de que el racismo sigue, cialis con otras formas y estilos, pharmacy haciendo daño y luchando por imponer su brutalidad. En Estados Unidos tenemos a Donald Trump insultando a los mexicanos con un tipo de discurso claramente racista. Que un tipo como él pueda ser precandidato de un partido tan fuerte como el republicano nos muestra que el racismo no es algo olvidado en Estados Unidos. Y lo mismo podríamos decir del primer ministro inglés, David Cameron, que con un impresionante desparpajo mencionó a los migrantes sin papeles recientemente calificándolos de una verdadera “plaga”. La tendencia racista siempre ha buscado animales para referirse a quienes consideraban seres inferiores. Los nazis llamaban ratas a los judíos y los racistas americanos comparaban a los negros con los monos. La palabra “plaga”, puesta en la boca de un gobernante actual, no hace sino seguir los más deleznables y estúpidos modelos del racismo. “De la abundancia del corazón habla la boca”, según el dicho evangélico. Y no hay duda de que quienes así hablan al referirse a los migrantes, tienen en su corazón una buena dosis de desprecio a los pobres. Tal vez no se les pueda llamar nazis, pero que son racistas no hay duda. Un racismo que bajo la forma de anti-migrantes se va extendiendo profusamente en bastantes países desarrollados.

Y es que el racismo ha ido evolucionando del color de la piel al color del dinero. Una propaganda que se repite en algunas emisoras salvadoreñas afirma que “la pobreza no está en el bolsillo sino en la cabeza”. Los de cabeza pequeña, sin ideas, sin capacidad emprendedora son ahora los despreciados, echándoles una vez más a ellos la culpa de su pobreza. Los signos de pobreza son los nuevos  signos de la raza inferior para todo este tipo de individuos que ven peligros en los migrantes, que tienen miedo a los pobres, que tratan de vivir en burbujas de bienestar creyendo que quienes viven fuera de las mismas tienen una tendencia al mal que los puede hacer peligrosos. Se hacen con facilidad redadas en las colonias suburbanas marginales porque se supone que allí están los malos. Pero se deja tranquilas las colonias finas y protegidas, aunque muchos de los consumidores de droga, corruptos económicos y de otra índole vivan en ellas. Los pobres se consideran peligrosos, se les puede patear mientras están encadenados y piden agua porque tienen sed, mientras se trata con mayor respeto a quienes tienen los signos externos de la riqueza o el poder. Al racismo de la piel ha sucedido el racismo socioeconómico. Muestra de ello es, entre otros, el presidente de la ANEP oponiéndose públicamente hace dos o tres años a que las trabajadoras del hogar pudieran afiliarse al Seguro Social. Y los afiliados a la ANEP reeligiéndolo en el cargo sin ningún empacho poco tiempo después. Si es rico y odia al FMLN no importa que desprecie o sea insensible ante los pobres.

Esta especie de racismo, al que se le suman elementos duros, como las diferencias en el salario mínimo entre el campo y la ciudad, y por supuesto la desigualdad en prestaciones educativas, de vivienda o de salud, es causa y base de la violencia imperante. Porque no se puede decir tan repetitivamente que somos una sola familia, uno solo linaje, una sola nación, una patria común, y al mismo tiempo vivir en medio de unas desigualdades sangrantes. La violencia estructural genera violencia criminal en mayor o menor grado. Quienes se benefician de la injusticia social podrán vivir en la más estricta legalidad, pero una sociedad profundamente desigual tiene siempre, más allá de la legalidad, una alta dosis de inmoralidad. Y la inmoralidad de los de arriba la terminamos pagando todos en mayor o menor grado.

Hemos vivido en esta última semana una grave crisis de transporte. No podemos alabar ni justificar lo que ha pasado. Al contrario, hay que criticar con todo empeño y resolución el hecho de que se asesine para conseguir los propios fines, en este caso de detener el transporte público. Asesinar conductores de buses porque no obedecen una orden, o matar a personas que acaban de terminar un partido de futbol ni tiene ni tendrá nunca justificación. Pero eso no quita que hay que buscar soluciones a un problema, el de las maras, que tiene claras connotaciones económicas y sociales, muchas veces unidas a formas elitistas o racistas de justificar situaciones de  desigualdad. El ministro de Defensa afirmaba recientemente que hay aproximadamente diez personas vinculadas de una u otra manera a cada uno de los mareros. Eso nos pone en prácticamente seiscientas mil personas cercanas o asociadas de una manera u otra con miembros de maras. Un verdadero problema nacional, puesto que estamos hablando del diez por ciento de nuestra población. La solución del problema, en ese sentido, no puede pasar por modelos represivos, aunque el crimen haya que enfrentarlo, contenerlo y castigarlo. Algo tiene que cambiar, y bastante radicalmente dentro del modelo socioeconómico salvadoreño. Seguir jugando a la desigualdad radical en aspectos tan básicos de derechos económicos y sociales sólo puede llevarnos a la perpetuación del desastre. Con razón nuestros obispos, ante la fiesta del Salvador del Mundo, nos piden oraciones por la paz a todos, y a los políticos en particular, responsabilidad y unir esfuerzos para promover la paz y el desarrollo de la nación

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