Luis Armando González
Dedicamos este ensayo a un intelectual político europeo que no sólo marcó con sus ideas y usos a muchos intelectuales políticos latinoamericanos, medicine sino que ejemplifica al intelectual político que prácticamente desapareció de Europa después de la segunda guerra mundial y que en América Latina perduró hasta los años 80. El caso que vamos a analizar es relevante tanto por la importancia política y teórica del autor como por lo trágico de su vida: Antonio Gramsci, prostate un intelectual que puso su saber y su vida al servicio de un proyecto ideológico político de carácter humanizador.
Entrando en materia, digamos que en la Europa de finales del siglo XIX y principios del XX se hicieron presentes una gama de intelectuales políticos de entre los cuales este autor es uno de los más significativos. Otras figuras relevantes fueron, sin discusión alguna, Rosa Luxemburgo (1870-1919) y Karl Liebknecht (1871-1919), cuya vocación intelectual se insertó en una vida dedicada al compromiso político, el cual no sólo les dejó amargas experiencias (amenazas, persecución y exilio), sino que los llevó a padecer una muerte violenta a manos de sus camaradas del Partido Socialdemócrata, en ese entonces en el poder en Alemania 1. Gramsci es parte de esa tradición en la que se inscriben Luxemburgo, Liebknecht y otros: un intelectual que quiso ser —que fue— un protagonista en la política de su tiempo. Su vida y obra nos interesan no sólo por lo que significan en sí mismas, sino por el impacto directo e indirecto que tuvieron en el imaginario político latinoamericano de izquierda y por su indudable actualidad. ¿Quién fue Antonio Gramsci? ¿Cuál fue su aporte intelectual? ¿Cuál fue el alcalce de su compromiso político? Eso es lo que veremos a continuación.
Antes que nada hay que decir que Antonio Gramsci (1819-1937) es un buscador de la verdad. Gramsci quiere conocer lo que es el mundo histórico-social del hombre y entender al hombre como pieza fundamental del mismo: reformulando lo dicho por Marx en las “Tesis sobre Feuerbach” (Tesis VI), el hombre para Gramsci es el “nudo” de sus relaciones sociales. Pero nuestro autor no se conforma con sólo conocer la dinámica fundamental de la realidad histórico-social (y humana), sino que quiere poner ese saber al servicio de una forma concreta de emancipación: la revolución socialista. Es decir, la filosofía gramsciana es una “filosofía de la praxis”; es una filosofía que se fundamenta en la actividad práctico-sensible humana: “es en la práctica donde el hombre debe demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poder, la terrenalidad de su pensamiento”2. Ahora bien, en Gramsci, la verdad tiene como correlato necesario a la revolución, de modo que ambas se alimentan y se sostienen mutuamente.
1. Verdad y revolución: Gramsci, su tiempo y su muerte
Gramsci dijo en una ocasión: “sólo la verdad es revolucionaria”. Y lo que con ello quiso decir es que la praxis revolucionaria destinada a instaurar el socialismo debe ser fiel, por sobre todas las cosas, a la verdad. La fortaleza de la revolución y del revolucionario proviene de su compromiso insobornable con la verdad, que se verifica como tal en la praxis emancipadora concreta que los pueblos realizan. Es decir, el luchador por el socialismo debe estar abierto, por sobre cualquier dogma de clase o de partido, a la verdadera realidad del mundo y del hombre, que se va mostrando y concretizando en forma progresiva; asimismo, asumiendo esa dimensión revolucionaria que de suyo posee la verdad, debe ajustar su lucha a las exigencias de esa verdad.
Gramsci dedicó la casi totalidad de sus energías intelectuales a la búsqueda de esa verdad revolucionaria. Su aspiración era revelar a la consciencia de las clases subalternas dinamismos fundamentales de la sociedad capitalista en los cuales tendría que incidir necesariamente una praxis que quisiese ser verdaderamente radical. El poder establecido percibió los alcances del desafío lanzado por el filósofo y político de origen sardo: “Hemos de impedir durante veinte años que este cerebro funcione”, afirmó el fiscal fascista Michele Isgró, que actuaba como acusador en el juicio seguido contra Gramsci y sus compañeros comunistas por el régimen de Benito Mussolini 3.
Nuestro autor realiza su labor filosófica y política en su contexto de crisis y de transición histórico-social. El fin de la primera guerra mundial (1914-1918) plantea a las naciones europeas tareas urgentes de reconstrucción. A nivel cultural e ideológico los retos son también ineludibles, sobre todo la necesidad de crear y difundir una nueva concepción del mundo y del hombre, más optimista y positiva, más en consonancia con las nuevas aspiraciones de desarrollo y progreso nacidas de la post-guerra.
Ahora bien, las sociedades capitalistas de Occidente tienen que enfrentar otro desafío, que es, con mucho, el más fundamental: la revolución bolchevique (1917), que anuncia perspectivas histórico-sociales cualitativamente distintas a las ofrecidas por el capitalismo, esto es, una vía de desarrollo alternativo, de tipo socialista. Este desafío se hace sentir en forma particularmente aguda en Italia, donde las clases dirigentes pronto se ven de nuevo arrastradas por la crisis socio-económica y las clases subalternas —sobre todo, el movimiento obrero— se radicalizan y exigen la instauración del modelo de los soviets en la nación italiana. La conflictividad socio-política crece incesantemente; las clases dominantes no pueden mantenerse en el poder y las clases emergentes no están preparadas para hacerse del mismo. En consecuencia, la crisis italiana no desemboca en una solución revolucionaria, sino que se resuelve en una en una solución fascista.
En efecto, el 28 de octubre de 1922 se produce la llamada “marcha sobre Roma”; al día siguiente, Benito Mussolini —quien había fundado el partido fascista tres años antes, luego de abandonar las filas del Partido Socialista Italiano (PSI)— se hace del poder político del Estado.
El régimen fascista implantado por Mussolini se propone como objetivo fundamental el de desmantelar y descabezar, aplicando el terrorismo de Estado, la organización obrera (los sindicatos, el Partido Comunista, el Partido Socialista) y las formas de organización y participación propias de la democracia burguesa. En 1920, al analizar el proceso político italiano y sus tendencias, Gramsci había previsto la posibilidad del fascismo: “La fase actual de la lucha de clases en Italia es la fase que precede o a la conquista del poder político por parte del proletariado revolucionario… o a una tremenda reacción por parte de la clase propietaria y de la casta gobernante”4. Fue la segunda alternativa la que se hizo realidad. Aplicando la violencia estatal y paraestatal, las escuadras fascistas acabaron con el trabajo organizativo, ideológico y político que el movimiento obrero había realizado con años de esfuerzo y sacrificio: “Las cámaras del Trabajo eran saqueadas e incendiadas, las escuadras fascistas asaltaban las redacciones de los periódicos democráticos, los dirigentes de izquierda eran perseguidos, encarcelados, apaleados, asesinados”5.
La pérdida más grande que sufrió el socialismo italiano, en este contexto de terror fascista, fue el encarcelamiento y muerte de Gramsci. En efecto, el 8 de noviembre de 1926 Antonio Gramsci, a la sazón con treinta y cinco años, y siendo diputado por el Partido Comunista, es detenido y encarcelado. La cárcel va acabando con su vida, lenta y dolorosamente, pese a los esfuerzos sobrehumanos que hace por resistir y mantenerse: el mal de Pott, la tuberculosis pulmonar, una hipertensión a 200, la crisis anginoides y la crisis de gota terminan doblegando sus energías6. El día 27 de abril de 1937, a sólo seis días de haber obtenido su libertad, fallece Gramsci, a la edad de cuarenta y siete años. En una carta inédita de su cuñada Tatiana Schucht fechada el 18 de abril de 1936 se puede leer lo siguiente sobre su estado físico: “su corazón se ha debilitado mucho y aunque en algunos aspectos sus condiciones físicas parezcan mejorar, en realidad no es así ni mucho menos. Temo que Nino (Gramsci) se ha convertido ya en su inválido. Ha sufrido demasiado [en] estos últimos años y su organismo, demasiado arruinado, no consigue superar el estado de agotamiento físico en que ha caído. Además, muchos órganos vitales de su cuerpo, demasiados funcionan a duras penas”7.
Antonio Gramsci fue condenado por su compromiso inclaudicable con la verdad y con la revolución. Cuán equivocados estaban los que pensaron que con encerrarlo en la cárcel iban a evitar que su cerebro siguiera pensando. Si ya antes de ser condenado a prisión era un buscador brillante de la verdad y un luchador consciente por la revolución y el socialismo, es en la cárcel donde da concreción, realizando un extremo esfuerzo físico e intelectual, a lo mejor de su pensamiento y también a una de las mejores obras que ha producido el intelecto humano de todos los tiempos. En ese “monumento del pensamiento humano” que son los Cuadernos de la Cárcel y las Cartas desde la Cárcel, Gramsci deja constancia de la radicalidad de su compromiso. En los Cuadernos y en las Cartas está plasmado el esfuerzo supremo de un hombre que hizo de la búsqueda de la verdad una contribución orgánica —esto es, exigida por la misma verdad— a la revolución, y que estuvo dispuesto a dar la vida por ello.
La muerte de Gramsci fue sin duda una muerte violenta y dolorosa, producida por los poderes dominantes de la época. No transgredió con los enemigos de la revolución y el socialismo; y murió a causa de ello. A diez años de su muerte, en 1947, en su ciudad natal, Cagliari, el pueblo reconoció el carácter martirial de su muerte, colocando una lápida en su casa de infancia. La lápida dice lo siguiente:
“Diez años después de su martirio / a Antonio Gramsci / en la casa donde nació / esta lápida colocaron / el afecto de sus ciudadanos / y el reconocimiento de los hombres libres” .