René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Para la sociología de la noticia –si es que existe algo así- sería crucial responder: ¿Qué es lo que se lanza al público a través de la prensa y qué se oculta? Se puede afirmar que eso lo determina, en última instancia, el vínculo orgánico entre los medios y el control social (o la revolución social, de ser el caso); el poder como gobierno y el gobierno como gendarme; la hegemonía como política y la política como mercancía; las presiones de los anunciantes, del público y de los partidos políticos; las fuentes de información (el quién es quién); los imperativos y tabús culturales y el mercado que exige escándalos para convertirlos en mercancías que venden otras mercancías y que, falsamente, sacan del aburrimiento.
Pero, por arte y magia de la publicidad y las noticias malas, las elecciones se han convertido en un circo con payasos patéticos y bailarinas artríticas que es un acto de consumo. Esperamos las elecciones –así como, de niños, esperábamos la temporada de funciones de los circos- para saber: si aquel político que confesó, en público, crímenes pecuniarios, se postula como candidato; cuáles serán los nuevo-viejos maridajes; si serán candidatos “duros y fieles” o “limpiadores” de los sicarios (insiders u outsiders). La pregunta obligada (después de comprobar que todos los candidatos proponen –prometen- lo mismo: que seremos felices y bonitos y que todos seremos empresarios de éxito)- es si nuestro futuro como país depende, en gran medida, de quien duerme en la Casa Presidencial. Y ante esa pregunta la gente me responde que “para los que estamos bien jodidos, todos los gobiernos son iguales”… y tienen mucha razón porque, hasta el momento, ningún gobierno ha cambiado radicalmente su situación y eso le permite a los partidos de derecha seguir con su exitoso juego sucio de prometer cosas que jamás cumplirán. Pero el pueblo les cree porque, de alguna forma, anhelan ser como ellos, calzar como ellos, ganar lo que ganan ellos… ser ellos. En los países en los que la revolución sigue siendo un tema postergado o satanizado por la reacción histórica, pero que han consolidado la democracia electoral, no importa realmente quién gane las elecciones, pues sus instituciones y leyes son tan sólidas que ni el peor presidente puede destruirlos.
En nuestro país, ayudados por los noticieros, difícilmente podemos dejar de alimentar el morbo ya que abundan las confesiones fornicarias y pecuniarias en la Asamblea; los Fiscales como divas; los bailes sensuales en un juzgado de familia; las promesas de trabajo de quienes explotan al trabajador; insultos inenarrables para simular pluralidad ideológica; órdenes de prisión y de absolución; e intentos de golpes de Estado constitucionales. Nos han enseñado, y nos han enseñado muy bien, que eso de la gobernabilidad sin sobresaltos, las reuniones civilizadas, las alianzas entre partidos para hacer grandes proyectos de nación, el apoyo al Gobierno en turno y la política sin escándalos aburre demasiado, y parece que a los ciudadanos les gusta que sea así y por eso son consumidores insaciables de malas noticias.
Esa es la razón por la cual las buenas noticias no logran posicionarse en las primeras planas (impresas y televisivas), a menos que estén relacionadas con el fútbol. Hoy por hoy, la muerte es más fascinante que la vida; el fracaso más interesante que las hazañas; un epitafio es más seductor que un poema de amor. Sin embargo ¿no es importante hacer público lo bueno para generar identidad? ¿No es conocer lo bueno que hace la gente una condición vital para cimentar el imaginario de los revolucionarios? ¿Es cierto que no hay noticias positivas? ¿No hay alternativas a estas malas noticias, y por tanto, tampoco hay alternativas a los mensajes e ideas que dichas malas noticias nos transmiten para que tengamos miedo de los otros? Por supuesto que hay alternativas exitosas que hay que multiplicar para que la noticia sea “en positivo” y no una amenaza a muerte en lugar de ser amenazas de inmortalidad popular. Todo es cuestión de cambiar la perspectiva.
Cuando en el curso de los sucesos históricos de una nación –con sus adelantos y retrocesos- se vuelve necesario romper los lazos políticos atados a lo malo que hemos hecho, es una obligación romperlos para no seguir como rehenes del miedo y de la perversión social; romper toda relación nefasta que nos inmoviliza y meterla en el museo de la ignominia. Deshagamos olvidos y hagamos memoria para que sepamos de nuevo que: el acta fundacional de nuestra nación; la leve e inocua declaración de independencia; la masacre de 1833, la de 1932 y la del miércoles de 1975 por la tarde; la huelga del 44 y las mil huelgas que fueron declaradas ilegales; la guerra civil contra los militares… todas esas fueron luchas cruentas con triunfos y derrotas cruentas fundados, triunfos y derrotas, en la buena noticia de la utopía que enarbolaban en el imaginario y en la punta de un fusil. Nuestros héroes fundadores imaginaron –cada quien a su manera, según el contexto histórico- una nación libre de la nación previa, libre de tiranías y dictadorzuelos, libre de opresión absoluta y relativa, libre de gobernantes obtusos y flatulentos… y la tiranía tiene muchas formas, desde la oligarquía cafetalera que nos convirtió en una finca con capataces y sirvientes sin pensamiento crítico (súbditos miserables) hasta los autócratas amenazando desde sus escritorios y los imperios amenazando desde sus fronteras. Ahora, cada uno de nosotros tiene que defender su destino con buenas noticias o sufrir la historia con las malas y, en mi opinión, la lucha contra la tiranía es la única justificación para hacer la guerra contra una democracia inocua. Somos guerreros invictos que debemos luchar en nombre de todos los derechos y libertades logradas en los últimos cuarenta años de luchas.
Las personas deben tener unas condiciones mínimas para proyectar su futuro, pero la principal revolución puede venir del convencimiento de que todo el mundo puede ser un generador de hazañas y buenas noticias que nos permiten aprender más para el futuro que las crisis televisivas. ¿Existe demanda de noticias buenas? Para averiguarlo hay que tomar una decisión radical al respecto. Estamos partiendo del lado incorrecto: de lo malo o negativo, por eso reto a los medios a que dediquen un día a la semana a dar sólo buenas noticias y veremos qué pasa. Eso sería no seguir patas arriba. “Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos” (Galeano).