Javier Alvarenga,
Fotoperiodista
Toma con sus manos los elementos de la naturaleza y los mezcla. La experiencia es magistral en sus dedos, en sus grietas resguardaba los misterios milenarios de la alfarería.
Su redondo rostro coordinado con su mirada achinada, enmarca sus pequeños ojos oscuros indígenas, la elaboración de utensilios de uso común. Aunque, lo único no común es ella, con su robusta silueta de piel canela de destellos fusionados con el barro forjado, su gruesa cabellera, su vestimenta de coloridos tejidos manuales.
Es una maravilla verla envuelta en su cotidianidad. Una habitación repleta de estantes llenas de sus elaboraciones manuales, vasijas, utensilios, figuras místicas, deidades antropomórficas que se asoma con sus rostros repletos de resistencia al presente. Sonríe, deja su trabajo, nos ve con amabilidad, nos recibe con gratitud, no observa en nosotros unos extranjeros ni algún peligro, solo comprendió que estábamos envueltos en nuestra jaula intrínseca de hombre moderno. Pero, al fin y al cabo, nuestros rasgos nos delatan como parte de sus tierras. Habla con autoridad y conocimiento sobre sus raíces cimentadas en su ser.
No pude dejar de admirarla más de lo que ya lo hacía. Pienso en lo bueno que sería, tener la capacidad de librarme de todo lo que representaba ser, me imagino como ellos, alejado de los problemas de la posmodernidad, disfrutando de la existencia que convive con el hermoso paraje que se visualizaba desde su pequeña ventana frente al enorme y picudo volcán que usaba el cielo como un tradicional Tocoyal de blanco algodón de nubes, y como Refajo las cristalinas aguas de Atitlán.
Me sentí libre por un momento, soñé con la dicha de algún día convivir para siempre con ellos.