El ulular de la sirena del radio patrulla que sale del hospital a la vanguardia de la ambulancia fúnebre rumbo a algún cementerio de algunas de las ciudades del Gran San Salvador es el anuncio de que otro salvadoreño fue vencido por el COVID-19. Así, los que viven cerca de la calle o carretera que da al cementerio pueden contar uno, dos, tres, cuatro o cinco “viajes” o cinco entierros. En otros días el número puede ser superior.
A principios del mes de junio, los “viajes” al cementerio de la Bermeja -en la capital- fueron más de 200, según lo reveló en su momento el alcalde Ernesto Muyshondt, mientras que el alcalde de Soyapango asegura que, en junio, de los 403 entierros en sus cementerios, 150 fueron por COVID-19.
El alcalde de Ilopango, por su parte, ha pedido al Gobierno central que le autorice un nuevo espacio para continuar dando sepultura a los muertos por el Coronavirus, porque el actual ya rebasó su capacidad.
Y si fuéramos a la casa de los vecinos a que nos cuenten las veces que escucharon el ulular de la sirena rumbo al cementerio de su localidad, seguramente nos sorprendería de lo real de la pandemia del COVID-19 en El Salvador, y que no necesitamos verlos en la televisión, el informativo vespertino o matutino del dial o leerlo al siguiente día en los periódicos o en las redes sociales, casi al mismo tiempo que la sirena del radio patrulla se abre paso hacia el cementerio para creer que el COVID-19 también es muerte, que puede ser letal una vez ha irrumpido en el organismo de algunas personas.
En otras personas sus propias defensas, o los medicamentos, vencerán el virus y se regocijarán y darán gracias a Dios, o simplemente se alegrarán de que no fueron parte de las estadísticas de los fallecidos.
Algunas personas ni tan siquiera sabrán que portan el virus del COVID-19, a estos los llaman los profesionales de la medicina o los científicos, los asintomáticos. A estos, la ciencia debería estudiar, del porqué el virus no actuó de forma letal. Otros los diagnostican como estables, pero es necesario darles medicamentos para superar el virus.
Y luego se tienen a los otros en estado grave o críticos. De estos, algunos superan la enfermedad en las salas de cuidados intensivos médicos o por milagro. Los que no logran ninguno de los dos beneficios antes mencionados, engrosan las estadísticas del Ministerio de Salud.
De estos últimos, muchos no figuran en las estadísticas de los Gobiernos, bien por ocultarlas o porque por “protocolo” no deben aparecer. Pero sí quedan registrados en las mentes y corazones de los familiares, que no solo tiene que resignarse a la muerte del ser querido, sino también a que no pudieron darle la despedida de acuerdo con sus costumbres religiosas. También quedan registrados en las mentes del vecino, del compañero de trabajo, del amigo, de la amiga.
El COVID-19 también es muerte, es dolor, es luto, por eso es que quienes puedan evitar el contagio deben hacerlo. Sin alarmismo, sin miedo.
Uno de los errores -se ha insistido en ello- en el manejo comunicológico de esta pandemia fue la utilización del miedo. Videos en los que los ciudadanos clamaban por un tapaboca, por un espacio en un hospital o cadáveres en las aceras o calles de un país lejano.
Lo que debió hacerse era conciencia, enseñanza del comportamiento de la enfermedad. El distanciamiento social, sobre todo, y el uso de los elementos higiénicos con los que se destruye el virus.
A muchos, por cierto, deben seguirle dando esos elementos, pues, por su estado de pobreza o falta de trabajo no tienen para comprar un tapaboca de un dólar, pues es la cantidad que utilizan para comer en un día.
Hoy ya no hay videos escalofriantes, terroríficos, hoy solo hay silencio y discursos en los que se culpan a otros de los muertos, del lleno en los hospitales, de la imposibilidad de enfrentar la pandemia.
Hoy, solo el ulular de la sirena del radio patrulla que va a la vanguardia registra el terror de la muerte con nombre y apellido.