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Las personas son (somos) falibles

Luis Armando González

Allá por los años noventa del siglo XX, cuando la ola neoliberal –con toda su parafernalia tecnicista y academicista— golpeaba con fuerza a los países latinoamericanos, se pusieron de moda formulaciones como las siguientes: “el Banco Mundial recomienda realizar un ajuste en el sector público” o “el Fondo Monetario Internacional sugiere una reducción del gasto público”, y así con otras muchas expresiones del mismo estilo.

Ya desde aquellos años eso de atribuir voluntad, deseos o decisiones a entidades institucionales que, como tales, no tienen voluntad, deseos o capacidad de decisión, me causaba un tremendo escozor. Ya desde aquellos años, cuando escuchaba formulaciones como las citadas, siempre replicaba que los estudios, análisis, recomendaciones o sugerencias que se atribuían al Banco Mundial o al Fondo Monetario Internacional provenían de personas que trabajaban en esas instituciones. Nunca me han satisfecho formulaciones en las que –como en esas que se dicen “el experto del FMI” o “el economista del Banco Mundial”— se intenta destacar el peso del “experto” o del “economista”, porque en ellas lo decisivo sigue siendo la institución.

No puedo evitar pensar que lo que se quiere decir con ello es que ese experto o ese economista son sólo unos medios o instrumentos usados por las entidades de marras (en realidad, por quienes las controlan) para cumplir sus propósitos. O, también, que lo que ese experto o ese economista dicen tienen una calidad superior a cualquier otro argumento (una calidad que convierte lo que dicen en inobjetable) sólo por el hecho de estar adscritos al FMI o al Banco Mundial.

No he dejado ni dejo de insistir en el asunto ya que, lejos de menguar, ha continuado presente en el debate público; y ello con mayor agudeza, al sumársele la moda de atribuir a los Estados o los Gobiernos decisiones, acciones o idearios (creencias, visiones de mundo, prejuicios) que corresponden a las personas que ejercen cargos de mayor jerarquía en esos Estados o en esos Gobiernos.  Incluso, meditando sobre el tema, lo de atribuir voluntad, deseos o intereses a Estados y Gobiernos fue primero; luego lo hicieron las entidades y corporaciones privadas, como sucedió en los casos citados del Banco Mundial y el FMI.

Lo que quizás pasó es que, con la avalancha neoliberal de los años noventa, con unos Estados y Gobiernos, plegados a los dictados de las instituciones financieras internacionales, se escuchó poco de su “voluntad”, “deseos” e “intereses”.  Pero, desde 2020, el auge de neopopulismos, neofascismos y nuevas dictaduras (mezclado en un licuado del que resulta eso que ha dado en llamarse “anarcocapitalismo”) pareciera haber dado la pauta para el rebrote (¿o mejor decir renacimiento?) del voluntarismo de Estados y gobiernos.

Pero, aunque abunde la gente que cree lo contrario, instituciones financieras, Estados y Gobiernos no tienen voluntad; la tienen –al igual que tienen intereses, creencias, prejuicios— las personas que dirigen o manejan los aparatos y recursos (materiales, tecnológicos, legales) de esas organizaciones e instituciones. Asumir lo que se acaba de anotar es algo sano desde el punto de vista de una ciudadanía laica, crítica y razonable.

Ante todo, cuando se dice el “FMI propone”, “el Estado ha decidido” o “el Gobierno ha priorizado”, no sólo se oculta a las personas concretas que, en el FMI, en un Estado o en un Gobierno proponen, deciden o priorizan, sino que se implanta en el imaginario social una especie de divinización de esas instancias. Es decir, se las convierte en algo así como unas deidades, dando lugar al fenómeno que Karl Marx llamó alienación o cosificación. Al convertirlas en entidades cuasi divinas, lo que emana de ellas (que en realidad emana de las personas que las dirigen y controlan) se presenta a la vista de la sociedad como algo inobjetable. Y, cuando las personas que dirigen y controlan organizaciones e instituciones, deciden algo, imponen un criterio, hacen una valoración o elaboran una argumentación jurídica, sanitaria, económica o educativa, de forma automática el halo de divinidad antes mencionado se les traspasa.

En virtud de ello, no sólo ellos (y ellas) creen que lo que deciden u opinan es inobjetable, sino que, lamentablemente, personas que están expuestas (que pueden ser millones, según los países, su cultura y su educación) al impacto de esas decisiones y opiniones se hacen cargo del “aura de divinidad” del que están revestidos quienes dirigen o controlan organizaciones financieras internacionales o instituciones estatales o gubernamentales.

Pues bien, aunque es obvio, nunca está de sobra insistir en el tema: ninguna decisión, opinión, valoración, creencia o argumento se ve revestido de una mayor calidad (ni mucho menos de inobjetabilidad o infalibilidad) por el sólo hecho de que la persona que toma esa decisión, emite esa opinión o profese esa creencia pertenezca (o mejor aún, dirija o controle) una instancia pública o privada. La calidad intrínseca de cada uno de esos rubros se mide según criterios específicos que son del todo ajenos al “lugar” social, institucional, empresarial e incluso académico de las personas.

Y, dado que esas personas –cualquier persona, en cualquier situación o condición— son imperfectas, propensas al error, interesadas, egoístas (y también cooperativas), volubles, emocionales, con conocimientos siempre parciales, inconscientes de las consecuencias de sus acciones y, en fin, humanas, demasiado humanas, la infalibilidad es un don del que carecen. Eso convierte sus acciones, decisiones, opiniones, y demás, en totalmente objetables: aquí entran en juego el espíritu crítico, el razonamiento, la lógica y las pruebas tomadas de la realidad como recursos que enriquecen a las sociedades y permiten a sus miembros el cultivo de una visión laica de la vida. Una visión laica en la cual ni hay divinidades que dictan a los seres humanos cómo vivir su vida ni personas que se creen (o son vistas como) divinas y, por ello, se creen, además de infalibles, superiores a los demás.

No debería ser difícil aceptar que las personas son (somos) falibles. Pero vaya que lo es.

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