Myrna de Escobar,
Escritora
El tiempo nos nutre de vivencias que al juntarse en nuestra memoria vibran como campanillas de un templo olvidado, y al recorrer nuestros pasos por esas calles que guardaron nuestras pisadas, la magia del ayer resurge en cada techo, en cada piedra con que ayer tropezamos, en cada pared o calle, en cada esquina, en cada puerta que se abre a nuestro paso, en cada trecho. Hoy, sin pretenderlo, he vuelto a vivir la poderosa sensación que guardan las calles del terruño donde crecí, en la colonia Bernal. Al adentrarme en sus estrechas callejuelas, sobre la avenida Bernal puedo oír como un río de voces salen a mi encuentro, al tiempo que los diálogos escapan por las terrazas, balcones y aceras de mi antigua colonia.
_ Adiós Licha, ¡cómo te ha crecido la cipota!
_ Su hijo también Don Jorgito; cuídemelo para cuando la bicha crezca un poquito más.
Los enormes espejuelos de la Ña Menchita, me contemplan desde el balcón, mientras un pellizco en el brazo le advierte al marido que es tiempo de la cena. Sigo avanzando en esas calles que una vez sustentaron mis pasos y tropiezo con susurros que monologan en silencio, y me aprestó a escuchar ese flujo continuo de memorias que me asedian.
_ Don Carlos, salúdeme a la Ña Carmencita.
_ “Paquita. ¿cómo amaneciste? Por ahí llegaré un día de estos a dejarte un par de zunzas, bien cargado está el palito.”
_ “María, un día de estos pasaré por tu casa, quiero que me vendas unos huevos de pata, pero le tengo miedo a tu chucho”.
Las palabras no se detienen por la antigua calle empedrada. Camino a la casa de mi madre, dos mujeres de tibio mirar y cálida inocencia discuten al otro lado de la calle:
_” Ya nadie quiere comprar estos guineítos verdes”.
_ sí, verda, y que bendecida ha salido la mata. Hermoso racimo ha dado.
_ ¡qué culpa tiene uno que no sean guineíllos amarillos!
Al volver el rostro, creí oír que las dos mujeres me saludaban preguntando por mi madre: “la Candita”
Allá en casa, _ les respondo.
_ ¿Decías? _pregunta mi esposo asombrado. El me acompaña en silencio.
-Nada respondo. De pronto contemplo delante de mí el cadencioso ritmo de las dos cantareras en dirección de mis pasos. Son jóvenes distintas a las del resto que visualizan mis ojos.
-Una y otra vez recorren el mismo camino hacia el chorro público para acarrear el agua, – murmura alguien más. Hoy en el lugar de la pila pública, solo queda una pequeña plancha de cemento atrofiada por el paso de los años.
-¡Míralas, ¡qué sencillas prendas!
-pero son decentes; ¡eso sí! _ dice la niña Catita, la piadosa señora de la colonia.
-No son bonitas, ni siquiera para cortejar. – murmuran las chismosas del lugar.
-Son las hijas de la Cande. _ Dicen otros.
Resbalan nuestros pasos sobre las piedras del camino a la antigua casa de los helados o la “fresquería”, y un recuerdo ácido con sabor a arrayan se exprime gota a gota sobre el hielo, y el perfumado verdor de los mangos, que en aquella casa se licuaban para hacer los más sabrosos helados artesanales, se dibuja en la niña de mis ojos traviesos. Y qué decir de los chocobananos; la delicia de chicos y grandes en las tardes de calor. ¡frio manjar de tentación ante mis ojos de chicuela alborotada!
– Tráete, aunque sea unos tres helados para compartir, _decía la abuela a las nietas mientras las pequeñas corrían hacia la fábrica del sabor. El oasis de inagotable frescura tenía algo para todos los gustos: cebada, horchata, fresco de ensalada, marañón, arrayan o una simple limonada, hasta los sabrosos helados y choco bananos. Su propietaria, la niña Tere, tenía por rostro una amplia sonrisa, y escondía sus pequeños ojitos dormilones tras unos viejos, pero graciosos cristales.
Una vez más las cantareras apresuran el paso, un sol espléndido dibuja múltiples gotas de calor en los rostros cansados de las jóvenes, el agua parece apretujarse en los cantaros de hojalata. Un loco ha salido al paso acechándolas con obscenos piropos, la voz celosa de algún paisano se advierte.
_ Ni se atreva maitro, ¡con esas cipotas ni se meta!
A diferencia de los fantasmas de Scrooge, las memorias tropiezan en mi mente sin lastimarme. Sujeto con fuerza la mano de mi esposo, a quien he pedido volver la mirada y abrazarme, pues el pasado me acedia como ecos de una mar ansiosa. La joven del cántaro se acercó a mí, a compartirme su esfuerzo, yo le saludo y le digo: _” descansa, el pasado ha quedado atrás”.
Como un arcoíris en la mirada de la tarde, el ayer se me alejo en un instante. Apresuramos el paso para continuar el recorrido. Le guiño el ojo al recuerdo y con malicia sonrió. He cruzado el umbral de aquel estadio de mi niñez vertida en ese cántaro de agua, y en aquel canasto de guineos verdes, pues sé que un huacalito de fresco de cebada o unos sabrosos pastelitos de masa con curtido nos esperan, en la casita de mi madre.