Iosu Perales
Desde hace poco más o menos cincuenta años la religión parece estar ocupando un notable peso en los asuntos mundiales. Este hecho sucede a un largo período de tiempo en que las religiones parecían no tener relevancia en las relaciones internacionales. No se trata, sin embargo, de un regreso del fenómeno espiritual sino de la religión como instrumento político. La dimensión instrumental se desarrolla en dos vertientes: como revitalización de identidades y como pretexto para justificar estrategias y hechos de otro modo injustificables. El historiador y economista libanés Georges Corm lo plantea de una manera contundente: “El retorno de lo religioso es un importante fenómeno político que de religioso sólo tiene el nombre”. De ahí que el papa Francisco tenga razón al afirmar que no hay una guerra de religiones.
El mosaico de religiones es muy amplio, sobre todo si sumamos la ingente cantidad de movimientos y confesiones con frecuencia divididas y subdivididas. Pero en este artículo me fijo en las tres grandes monoteístas: judaísmo, cristianismo e islam, que comparten un origen semítico, reconociendo en todo caso la creciente importancia de las religiones de procedencia india de orientación mística, y las de tradición china. Lo curioso es que las tres grandes religiones monoteístas, comparten elementos comunes que en lugar de unirlas las confronta debido a diferentes interpretaciones que generan hostilidad. Pero no es indagar en qué las une y qué las separa el objeto de este texto, sino reflexionar el por qué de su mayor presencia en la política internacional y sus conflictos.
Como afirma el catedrático de la Universidad Complutense, Santiago Petschen, la fecha de 1967 es una referencia clave para una didáctica explicativa de lo que trataré de mostrar. El 5 de junio de ese año, una coalición árabe formada por Egipto, Jordania, Siria e Irak, lanzaron un ataque contra el estado de Israel con el objetivo de hacerlo desaparecer del mapa. Fue la guerra de los Seis Días. La reacción israelí fue tan exitosa que terminó por ocupar toda Cisjordania, Jerusalén, Gaza, los altos del Golán y la península del Sinaí. Aquella victoria en desiguales condiciones fue interpretada por muchos judíos como la realización de un plan divino. El judaísmo cambió de configuración de tal manera que Moshe Dayan dijo: “Quién no fuera religioso a partir de hoy lo es”.
Lo que ocurrió realmente es que el factor religioso junto con la necesidad de fortalecer la seguridad empezó a ganar proporciones. Israel, presionada por la comunidad internacional que le conminaba a devolver los territorios ocupados necesitó encontrar nuevos argumentos y una mayor cohesión interna. En ese contexto los países árabes, siguiendo a Naciones Unidas, exigían la aplicación del derecho internacional, pero la respuesta israelí fue contundente: el partido ultra conservador Likud ganó las elecciones de 1977 y los partidos religiosos ganaron terreno en las instituciones, dando comienzo a una época de crecimiento imparable de asentamientos de colonias. Al mismo tiempo, el factor religioso sustituía al socialsionismo laico por un sionismo bíblico que coloca la voluntad de Dios por encima del derecho internacional y de los derechos de las poblaciones árabes que habitaban los territorios antes de la guerra. Con ello la identidad israelí se vio reforzada con una nueva dimensión que sacraliza la política. Los asuntos de la seguridad y de las fronteras tomaron una interpretación que llevó al pragmático Ben Gurion a decir blandiendo el Antiguo Testamento, “esta es nuestra Constitución”.
El cambio en Israel supuso asimismo el cambio en el judaísmo norteamericano. Antes de 1967 había una gran distancia entre la población judía de Estados Unidos y la del estado de Israel. Los fondos enviados tenían un carácter humanitario. Pero la guerra de los Seis Días y la del Yom Kippur (guerra árabe-israelí de 1973) cambiaron la situación: los judíos norteamericanos comenzaron a preocuparse por la seguridad de Israel. Al mismo tiempo en Israel, el miedo a su destrucción conllevó la incorporación de la religión hebrea a la política de estado para dotarle de un cemento ideológico potente; los partidos laicos fueron desplazados del poder; y el mito del Gran Eretz unificó a nacionalistas y ortodoxos.
Lo ocurrido con el judaísmo tuvo en el islam su reverso. La monarquía Saudí interpretó la derrota árabe como el resultado de haberse separado del islam. Había que rechazar la secularización y regresar al Corán y la Sharía. La recuperación de Palestina pasaba por el impulso de la yihad, reapareciendo de este modo la unidad de la religión y la política en otro ámbito de la escena internacional. Pero el islam de Arabia Saudí no era precisamente abierto y dialogante, sino rigorista y cerrado a cualquier influencia. El poder financiero de la monarquía Saudí extendió el wahabismo en las regiones sunitas y formó una especie de internacional musulmana radicalizada. Se dio por finalizado el largo período que inauguró Kemal Atatürk en 1920, quien sustituyó el Sultanato por la República en Turquía; que siguió Reza Pahlevi en Persia; Nasser en Egipto; el nacionalista y socialista Michel Aflak en Siria. Fue una época en la que desde Marruecos a Indonesia o Nigeria, el islam no constituía una herramienta política importante.
El triunfo de Jomeini dio un impulso a la emergencia del islamismo que ya tomaba fuerza después de 1967. En 1979 quedó establecida la República islámica en Irán que se apoyaba en las mayorías pobres, en una intelectualidad islamista y en una burguesía piadosa. Ya no era sólo Arabia Saudí. Desde Irán se organizó una ofensiva para extender la revolución islámica en las zonas de chiismo. Era un islamismo de izquierdas que competía con el de derechas de los saudíes. Desde esos dos motores el islamismo político tomó fuerza. Osama Bin Laden y su terrorismo dio una dimensión internacional, global, al movimiento, que ya contaba con prestigio después de la derrota soviética en Afganistán. Luego vendrían los Al Qaeda locales, y por fin el Estado Islámico que resucita el califato, que es el mito un día perdido y ahora nuevamente hallado, de mayor fuerza movilizadora.
Fue el atentado de las Torres Gemelas lo que hizo ver a Estados Unidos que se había equivocado al dar apoyo a los talibanes en su lucha contra los soviéticos. El gobierno estadounidense creía que podía dominar para sus intereses a los movimientos islámicos radicalizados. El ataque a las Torres puso fin al idilio norteamericano con talibanes y otros grupos terroristas, y en cierto modo fue desencadenante de una renovada identidad cristiana de la nación estadounidense.
También en Estados Unidos, como en un tiempo en el judaísmo nacionalista y en el islam, la política en Estados Unidos operaba separada de la religión. El propio John F. Kennedy explicó una vez a un público de confesión baptista que él, como hombre público, su condición de católico la mantenía como algo privado. Fue con la administración Reagan a partir de 1980 que se produjo el cambio. La presencia de la religión comenzó a tener cada vez más peso en la escena pública. La llegada al poder del presidente Bush hizo de la Casa Blanca la más religiosa de la historia. Las reuniones del gabinete comenzaban con una oración.
El 11 de septiembre hizo que hasta el vocabulario del presidente tuviera un trasfondo religioso: “Eje del mal” “Justicia infinita”. Al igual que con el judaísmo y el islamismo, la identidad religiosa en su versión más conservadora se hizo fuerte en Estado Unidos. La derecha cristiana acentuó su coincidencia con los ortodoxos judíos. Coincidencia no sólo en aspectos religiosos sino que también en que hay que conservar para Israel los territorios ocupados y seguir colonizando hasta completar la obra del Gran Israel. Toma fuerza entonces una interpretación teológica cristiana de origen judío: la necesidad de que dichos territorios estén en manos judías para no retrasar la segunda venida del Mesías.
No sorprende que en la actual contienda pre-electoral entre Donald Trump y Hillary Clinton, la elección de vicepresidentes haya tenido en cuenta factores religiosos: Mike Pence es un ultra conservador evangélico; y Tim Kaine, conservador católico. La idea de pueblo elegido forma parte del ADN norteamericano.
En este contexto, la religión en la política europea moderna tiene una presencia limitada. Otra cosa es que más de cuarenta oficinas religiosas hacen lobby en Bruselas y a su modo tratan de incidir sobre las políticas europeas. Sí son preocupantes las voces que pronosticando una mayoría de población musulmana dentro de algunas décadas, proclaman la necesidad de definir a la UE como de confesión cristiana a modo de vacuna. De momento la idea de que las creencias religiosas deben desenvolverse en la esfera privada, prevalece.
Lo que sí creo es que el espacio laico que ocupa Europa debería facilitar la toma de iniciativas para implementar el ecumenismo e iniciativas de diálogo inter-religiosas. Movimiento que en todo caso deben procurar los líderes de las tres grandes religiones monoteístas. Un diálogo en el que deberían participar las religiones orientales que tienen una virtud de la que se puede aprender: tienden a la unidad, a la intercomunicación. Del diálogo que debe incluir la irrupción de las religiones en la política internacional debe surgir un nuevo escenario de separación de ambos elementos. Hay que separar a la religión de la política y hay que construir una reconciliación entre religiones. No olvidemos que todas ellas quieren dar respuesta a las mismas cuestiones fundamentales de los seres humanos y ofrecen caminos parecidos de salvación. El diálogo permanente entre líderes religiosos creo que es lo que espera la inmensa mayoría de creyentes que ni apoyan ni aprueban la instrumentalización política de las religiones. Un diálogo que condene todo terrorismo y presione a los líderes políticos para que busquen la concordia y la paz mundial.