Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
[email protected]
El mundo cada día tiene más asignaturas pendientes. Tan importante como progresar humanamente es reactivar el cese de hostilidades a través de diálogos verdaderos, sin otro empeño que crecer como humanidad en legitimidad y en valores. A veces nos perdemos con historias que lo único que fomentan es la histeria colectiva, fruto de argumentaciones ilógicas y debates violentos. Hay tantos intereses en ocasiones que, en lugar de conversar y tomar en serio a quienes sostienen ideas distintas a las nuestras, propiciamos exclusiones, lo que hace arduo el entendimiento y la dinámica de la comunicación que crea relaciones sumamente necesarias e imprescindibles en un mundo globalizado como el actual. La sumisión a ciertas ideologías maliciosas nos están dejando sin alma, sin espíritu humano; y, lo que es peor, sin nervio, pues nos tienen colonizado el pensamiento con la maldad.
Cuando se puede evitar un mal es necedad aceptarlo. Tengámoslo presente. Nos hemos acostumbrado a vivir para las modas, aunque nos lleven a malos hábitos. Vivimos en la apariencia permanente, y esto es un grave error. Debiéramos ser más auténticos, más nosotros en el yo que se entrega, menos perversos. La degeneración inevitablemente va unida al dinero. Si el corazón no cambia difícilmente vamos a activar valores solidarios que nos reconstruyan como gentes de hondura. Sólo, desde nuestro interior, podremos reconocer nuestras debilidades. Sin duda, tenemos que cambiar de lenguaje, afrontar de una vez por todas una comunicación más eficaz que estimule el hermanamiento, a través de la imaginación y la sensibilidad afectiva de aquellos a quienes queremos invitar a un encuentro, porque al fin es mediante la concurrencia de ideas cómo podremos solventar los problemas que nos corroen y socavan como seres pensantes, máxime en un momento de tantas repoblaciones ideológicas.
Son muchas las catástrofes humanitarias que podrían evitarse a poco que pusiéramos en significación la vida humana. Sin embargo, lejos de decrecer, aumentan los calvarios, el desastre de pueblos enteros y ciudades milenarias arrasadas por la brutalidad de contiendas inútiles y absurdas. Por eso es bueno, a mi juicio, premiar a líderes que ofrecen esperanza y aliento a la ciudadanía, como lo ha sido recientemente el pueblo colombiano, retribuyendo con el Premio Nobel de la Paz a su Presidente, Juan Manuel Santos. No tiene sentido alargar un conflicto que tiene tras de sí una historia cruel, de más de ocho millones de víctimas, incluidos cientos de miles de muertos, y unos seis millones de personas desplazadas y refugiadas. Lo importante es avivar la reconciliación, cambiar el curso de nuestra vida y de nuestra historia, como personas que armonizan y como pueblo fraternizado. ¿Para qué ahondar más en las heridas, dividir injertando odios y venganzas, en lugar de multiplicar abecedarios comprensivos y tolerantes? Ya está bien de dejarnos llevar por el egoísmo, de adormecer nuestra conciencia, de justificar lo injustificable.
Como si fuese algo normal, seguimos sembrando destrucción, en vez de construir existencias armónicas, que hablen de vida y no de muerte. Indudablemente, todo ser humano no es bueno ni malo por naturaleza, requiere formación para decidir sobre su conducta libremente; aunque sí que todos necesitamos sentirnos armonizados con la hermosura. Por desgracia, son variados los adoctrinamientos que nos esclavizan, que nos impiden ser nosotros mismos. Pongamos por caso la enseñanza en algunos centros educativos, cuyo único afán y desvelo es cambiar la mentalidad de la persona en formación, algo que no tiene nada que ver con la función docente e instructiva. La docencia ha de estar más encaminada a templar el alma que a alarmar, a educar para la convivencia en vez de ilustrar para la superfluo; de ahí, la trascendencia de enseñar en la igualdad para que no se pierda un solo talento por falta de medios. Dado que, al mismo tiempo, la mayoría de los seres humanos se mueven influenciados por el comportamiento de los demás, ojalá fuésemos más verídicos, cuando menos para no inducir a otros a error, con horizontes que hay que descolonizar del planeta, puesto que son ideologías que exaltan la violencia. Ahí están los grupos extremistas, solventándolo todo por medio de las armas, en un suicidio colectivo; por lo cual hay que repudiar sin miramiento alguno este caldo ideológico que nos trastoca a todos, en la medida que en cualquier guerra todos somos vencidos por la represalia y la sin razón. Debiéramos, por consiguiente, ponernos en retaguardia ante este aluvión de repoblaciones ideológicas que inundan todo el orbe, pues casi siempre terminan en ordeno y mando, o sea en dictaduras. A esto hay que sumarle el chantaje, que tampoco nos deja ser lo que queramos ser, y eso es siempre corrupción. O los injustos modelos económicos que les importa un pimiento matar vidas humanas que ya no son rentables. Ante este cúmulo de contrariedades e inhumanidades es evidente que tenemos que actuar más unidos, escuchándonos todos, empezando porque los gobiernos deben acabar con el secreto de los paraísos fiscales y combatir la evasión fiscal, pues los Estados han de tomar en serio el interés humano de los ciudadanos más necesitados, los cuales sufren la pérdida de servicios sociales, muchas veces a causa de la falta generalizada de ética con tantos engaños en materia fiscalizadora. Tal vez tengamos que valorar más la labor de aquellos líderes que trabajan sin horarios para purificar y transformar el corazón de las gentes, para edificar una familia humana en unidad, justicia y paz. En cualquier caso, frente a tanto colonialismo ideológico que al ser lo arruina moralmente, sólo cabe repensar desde la humildad que, únicamente, la libertad que se somete a la sinceridad nos reconduce. No olvidemos que más allá de las corrientes de pensamiento, el bien de la persona consiste en estar en la verdad, pero también en obrar desde esa evidencia, que nos lleva a la bondad, o lo que es lo mismo, a tener tacto y respeto por nuestros semejantes. No es lícito, por tanto, favorecer tendencias que nos enfrentan unos con otros. Para dolor de la especie humana, nos estamos acostumbrando a dejarnos llevar por lo ideológico, sin profundizar e interpelarnos como seres responsables de nuestras acciones y opciones tomadas. Ante las variadas situaciones planetarias lo que ha de imponerse es un discernimiento comprometido con el fuste de la existencia humana. Desde luego, toda vida es lo más, lo que nos imprime fundamento, sobre todo a la hora de donarnos al prójimo, hasta volverlo próximo a nosotros. Seguramente una vida así coexistida sea la única que merece ser vivida. No estaría mal que cada cual se examinase para ver lo que ha hecho hasta ahora y lo que debe hacer todavía. Naturalmente no puede concebirse a la persona como individuo autosuficiente. Todos necesitamos de todos, mal que nos pese. La humanidad, en su conjunto, que vive bajo el dominio de las palabras, debe pasar a la acción más transparente, si en justicia queremos un porvenir sin frentes ni fronteras. No basta con manifestar buenos propósitos, es necesario condenar las injusticias graves y de hacer frente a tantas concepciones incoherentes, que en lugar de desarrollarnos humanamente, nos retrotraen a tiempos pretéritos. La cultura, liberada de cualquier ideología, ha de ser el cauce para que nos podamos fraternizar, teniendo presente en todo momento que una sabiduría que no está al servicio del ciudadano, no debiera tomarse como tal, pues será más doctrina que ciencia. Pienso, en consecuencia, que es hora de conciliar los diversos elementos que nos dividen, de reencontrarnos más allá de lo aparente, en lo genuino, para que se manifieste en la vida cotidiana la centralidad del ser humano como humano ser.