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El brillante autor escocés Robert Louis Stevenson (1850-1894) escribió alguna vez: “Dadme la vida que amo, /dejadme junto al río,/dadme el alegre cielo sobre mi cabeza/ y un sendero amigo./ Cama en el matorral cara a las estrellas,/ pan para mojar en el río:/ esa es la vida que un hombre como yo ama,/ esa vida y para siempre./Que lo que ha de suceder ahora o mañana/suceda./Dadme la paz de la tierra alrededor/ y un camino ante mí./ No busco riqueza, esperanza, ni amor,/ ni siquiera un amigo./Todo lo que busco es el cielo sobre mi cabeza/ y un camino para mis pies”. (Poema: “El vagabundo”).
Salvando la terrible ingratitud de toda traducción idiomática, lo que resulta hermoso y claro, como el río del poeta, es su amor a la sencillez de la vida, y su carta de libérrimo ciudadano del mundo. Un mundo que recorrió desde las bajas temperaturas y copiosas lluvias de su natal Escocia, hasta el Oeste norteamericano; para atracar, finalmente, en las remotas islas del Pacífico Sur, donde se encontró con la legendaria y definitiva Átropos.
Genial romántico. Revolucionó la narrativa -con su lenguaje y técnica-, fascinando a grandes escritores y estudiosos, como Chesterton, H. G. Wells y Jorge Luis Borges, quien tiene párrafos y versos de gran admiración al incansable viajero, autor de la popular obra “La isla del tesoro” (1883); así como de la fabulosa novela “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde” (1886), volumen de compleja profundidad psicológica, donde se conjuga el horror con la inseparable trama policial.
Veamos un fragmento, el referido a la descripción inicial del señor Hyde: “Después de que Mr. Hyde se marchara, el abogado se quedó allí un rato, semejando su rostro la viva imagen de la preocupación. Luego empezó a remontar la calle lentamente, deteniéndose a cada paso y llevándose la mano a la frente como si estuviera perplejo. El problema que estaba así deliberando mientras caminaba era de esos que casi nunca se resuelven. Mr. Hyde era pálido y de baja estatura; aunque no tenía ninguna malformación específica, daba la impresión de ser deforme, tenía una sonrisa desagradable; se había comportado con el abogado con una especie de criminal mezcla de timidez y descaro homicida, y hablaba con una voz ronca, susurrante y un tanto entrecortada… todos aquellos rasgos le eran desfavorables, pero ni siquiera todos ellos juntos podían explicar la repugnancia, el asco y el miedo, hasta entonces desconocidos, con que Mr. Utterson lo miraba”.
Hijo de una familia de ingenieros y constructores de faros, el mar, como gran símbolo de la libertad viajera y del amor, fue para Stevenson, una constante vital y literaria. La eterna búsqueda del Paraíso, de la mágica isla de la armonía interior, donde la paz fuera el mayor distintivo en la vida y en la muerte: “Lejos, al otro lado de los mares, hay una isla/donde el crepúsculo/ es un bosquecillo de palmeras cimbreantes/dibujado en el sol. / Y a lo largo de la ribera y los arrecifes, /azules olas relucen en la rompiente. /Allí iré/ cuando haya terminado todo”. (Poema: “Lejos, en la mar, hay una isla”).
Como narrador y ensayista, Stevenson es más conocido, aunque no lo suficiente. Además de ser reducido –injustamente- a autor juvenil e infantil, pese al vasto universo de su producción literaria. Ésa es la razón que nos asiste, para mostrarlo, ahora, en su dimensión lírica; que, aunque no es de gran factura, ha sido poco valorada debido a su merecido éxito como novelista.
Borges testimonia su reconocimiento a Stevenson, en el conocido texto: “Borges y yo”: “Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson…”.
De igual manera, en su maravilloso poema “Los justos”, dedica un verso al escocés: “/El que agradece que en la tierra haya Stevenson/”.
Dice el propio Stevenson en su poema Réquiem: “Bajo el vasto cielo estrellado/cavad una tumba y dejadme yacer allí. / Alegremente viví y con alegría moriré, /acostado con un último deseo. / Que sea éste el verso que graben para mí:/ ´Aquí yace donde quería yacer;/ha vuelto el marinero, ha vuelto del mar;/y el cazador ha regresado de la colina´”.
Continuemos ahondando en la esencial lección de los soberbios artífices de la palabra. Sus vidas y sus legados, constituyen una fuente inagotable de luz y de inspiración. Y así, después de atravesar el mar –luminoso y turbulento- de la existencia, podremos cantar, junto a Borges, este terceto ofrecido al osado marino de nuestra predilección: “a ti también, en otras playas de oro, / te aguarda incorruptible tu tesoro: / la vasta y vaga y necesaria muerte”. (Poema: “Blind Pew”).
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