Algo está muy mal en las calles y en las veredas cuando, troche como densa maldición, salve todas las procesiones religiosas se resumen en la procesión del Santo Entierro; o algo todavía está lejos de existir al alcance de la mano –socialmente hablando- cuando con un sostenido suspiro de alivio y la mano deteniendo las convulsiones del pecho –para evitar que el corazón salga saltando despavorido como un frágil venado amenazado- una de las mejores cosas que se pueden decir sinceramente, al terminar de desgranar, uno a uno, los días del calendario que adorna las paredes desolladas, es que sobrevivimos, simplemente sobrevivimos, acción nada despreciable en un país sin kilometraje donde la inercia estructural parece tener más fuerza –o más ahínco- que los remiendos coyunturales y por eso, todos los días, con la resaca de la ilusión a cuestas, vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas de santos inocentes.
Y eso es así en todos los lugares, grandes o pequeño, donde la justicia social es una idea bonita que carece de palabras, o es una buena intención que carece de necesitados directos porque el noble y el villano, el prohombre y el gusano bailan y se dan la mano sólo en el abrazo de fin de año. Y eso es así en todos los lugares, grandes o pequeños, donde el honor es una utopía que -desafiando o negando todos los postulados básicos de la educación como formadora de conciencia- carece de paladines prominentes, o es una consigna prostituida por los procesos electorales, de lo que nos damos cuenta hasta que el sol nos dice que llegó el final.
Desde la sociología crítica, teniendo todo eso como referencia acusatoria y como tesis ambulatoria, puedo decir que 2015 ha sido, en un grosero resumen, un año de metáforas fascinantes, como la de corrupción en la FIFA y los saquitos de dinero que nadie puede hallar porque están al final del arco iris de la Constitución de la República; un año de paradojas exquisitas y benditas, como la de tener –porque aquel puede pagarlo o porque ese otro es juez y parte- como abogado defensor en un juicio de corrupción al propio Fiscal General; ha sido un año en el que las mentiras delirantes han suplantado a las verdades calcinantes en el teatro de lo cotidiano y, por eso, hemos visto muertos botando basura y a derechistas gritando consignas de izquierda –con la elocuencia vocinglera y ensordecedora de un pastor fornicario- después de haber guardado en el sótano de la papelera de reciclaje sus banderas tricolores que los acusan en silencio; ha sido un año de sentimientos colectivos fascinantes y perturbadores en el que, apartando la paja del trigo, se pueden ver en toda su plenitud humana a los funcionarios que valen la pena por su mística agobiante y a los intelectuales convertidos en trashumantes; ha sido un año de hombros poderosos donde apoyar la cabeza y de dicterios venenosos salidos de labios ponzoñosos para evitar que los cambios sociales que se nutren del fomento de la cultura sigan adelante, porque la cultura –más que la política- es la partera de la historia; ha sido un año de utopías colectivas (servicios básicos públicos y abundantes; educación superior para todos que sea tan gratuita como financiada con gula; y un salario mínimo al máximo) que aún no forman parte activa del programa de gobierno… pero eso quieren, eso quieren; y de calumnias sinceras disfrazadas de consignas zalameras y de la verdad a medias que no irrita para convencernos de que en la noche de San Juan ricos y pobres pueden compartir su pan, su mujer y su gabán y todos orinar agua bendita.
Este año 2015 –más que en cualquier otro año del Señor- he aprendido mucho sobre la lealtad (esperada e inesperada) así como de la traición anunciada y la callada, y he llegado a comprender, muy a pesar de mí mismo, que ambas son como símiles del bien y el mal más allá de su versión teológica o personal: la persona que, sólo porque sí, muerde la mano que le da de comer y el funcionario que roba el dinero del pueblo o malgasta los fondos públicos en guardaespaldas sólo para sentirse importante; he aprendido mucho sobre el amor y la perversión y sobre la paciencia y la indecencia como cultura política; he comprendido que todo viene siempre en combo, porque siempre se despiertan juntos el bien y el mal.
Este año 2015 –lleno, como es costumbre, de asesinatos salvajes; de asaltos a plena luz del día en la calle y en las maquilas y almacenes; y de malversaciones anunciadas- tiene sus pequeños pasos hacia adelante: inversión social; juntar por primera vez en la historia nacional la palabra “diputado” con las palabras “biblioteca”, “cultura” y “memoria histórica” y, al darse lo anterior, podemos decir que este año ha sido el tibio inicio, pero inicio al fin, de la transición de la discusión al debate, y eso es una buena noticia para la nación porque nos obliga a respetar y hacer respetar los derechos humanos.
El año 2015, como lección personal y colectiva, ha sido un largo recorrido que me ha llevado de la mano hasta el pasado de fiel lucha revolucionaria; una lección personal y colectiva que, halándome de las orejas, me grita que sí años atrás yo estaba dispuesto a dar mi vida para que otros hicieran valer sus derechos, yo estoy moralmente obligado a hacer respetar los míos sin poner ningún pretexto.
En el año 2015, como en los años anteriores, se despertó el bien y el mal, y después del último abrazo de fin de año la zorra pobre volvió al portal, la zorra rica volvió al rosal, y el avaro a las divisas. Pero la esperanza sigue en pie de lucha, porque eso es lo que, al final, nutre a las ciencias sociales y sus utopistas.