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Legislación y Constitución

Ética y Política

José M. Tojeira

Es evidente que la Constitución salvadoreña requiere cambios. Es una Constitución a punto de cumplir 40 años, redactada en tiempo de guerra civil, y que ha tenido ya que sufrir una serie de cambios indispensables tras la firma de los Acuerdos de Paz. El mundo, y la propia realidad salvadoreña, han evolucionado en estos años con mucha mayor rapidez que nuestra Constitución. De modo que no resulta descabellado el hablar de darle un buen repaso a la Constitución o incluso de redactar una nueva. Pero, ¿es este el tiempo y el momento de reformar o incluso hacer una nueva Constitución? Enfáticamente hay que contestar con un no.

Estamos en un tiempo de negación al diálogo, de exceso de poder de un grupo reducido de liderazgo, y de exceso de obediencia acrítica de parte de un gran número de seguidores del liderazgo en el poder. Y lo que es peor, un tiempo en el que la propia Constitución vigente y la legislación secundaria han quedado en una buena parte sometidas a la arbitrariedad del poder.

Reformar hoy la Constitución, cuando con tanta facilidad se puede violar desde el poder, ni merece la pena ni ofrece garantías de que no tengamos que rehacer el nuevo documento una vez cambie la configuración del poder político actual en El Salvador. Una Constitución debe pensarse para el largo plazo de un país y no para el beneficio de un grupo o una tendencia enquistada en el poder. Y eso requiere un diálogo y debate muy amplio y abierto.

La actual Constitución, a pesar de sus limitaciones, fue elaborada desde el respeto a los Derechos Humanos. Incluso muchas de las reformas habidas, simplemente se hicieron para garantizar el ejercicio de dichos derechos. El hecho de que los acuerdos y convenciones internacionales ratificadas por El Salvador tengan en el país, según la Constitución actual, fuerza de ley superior a la legislación secundaria, muestra claramente la vinculación con los Derechos Humanos.

Y muestra también que la mayoría de los sectores de la sociedad civil que se preocupan por dichos derechos mantienen una adhesión a la Constitución muy superior a la de los partidos políticos. Pues estos, cuando no le conviene una convención internacional, se oponen a ratificarla. Tal ha sido el caso de la actitud tanto de los anteriores gobiernos como del actual frente a la recomendación que muchos hemos hecho de ratificar el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura de las Naciones Unidas.

Si este Protocolo se hubiera ratificado hubiera sido mucho más difícil mantener las medidas especiales del FMLN contra los privados de libertad en su momento, así como las tomadas por el actual gobierno tanto contra los encarcelados en general como contra los nuevos presos políticos existentes.

Antes de cambiar una Constitución, sea vía reforma o a través de una asamblea constituyente, los países tienen que dar muestra de que quieren vivir apegados a leyes y no a la arbitrariedad del poder. Y por supuesto, que tienen una clara voluntad de respetar e impulsar las diferentes convenciones que protegen los derechos y la igual dignidad de toda persona humana. El simple hecho de que El Salvador se haya negado a ser parte del Acuerdo de Escazú, teniendo nuestro país serios problemas ecológicos, es a mi juicio una muestra clara de la incapacidad estatal de tomar en serio una reforma Constitucional de amplio vuelo humanista y anclada en la promoción de los DDHH.

Es evidente que la actual Asamblea podrá aprobar todas las reformas constitucionales que se le propongan desde el poder, dada la gran mayoría de los adeptos al régimen actual. También algunos miembros de la Sala de lo Constitucional, desde la prepotencia que les da su cercanía al poder político, han manifestado su apoyo a la reelección presidencial prácticamente inmediata, contra la evidencia de la prohibición constitucional al respecto.

Pero reformar la Constitución sin tener una clara voluntad de ampliar la defensa de los Derechos Humanos, e incluso incumpliendo algunas de las obligaciones convencionales que el país tiene, no será más que un acto propagandístico que, al final, redundará en el desprestigio de la función legislativa.

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