La lengua es lo que hablamos, lo que leemos, lo que escribimos. Y lo que hablamos, lo que leemos y lo que escribimos no es más que la manifestación de una determinada cultura, como necesidad de comunicación entre los hombres. Tanto se ha hablado sobre comunicación y lenguaje. La lengua, propia y exclusiva de los seres humanos, debe ser eficaz y precisa en su uso, como resultado de una convención social propia de una herencia cultural. Por ello, necesariamente, la lengua es propia de una comunidad determinada, expresión de su cosmovisión, de sus valores, de sus actos concretos. Es un producto que se da de forma natural.
Por supuesto que el uso de una lengua debe presuponer el respeto total a su estructura y a su funcionamiento. En ello, la gramática, como parte esencial de la lingüística, es fundamental. La morfología y la sintaxis, la fonética, la fonología, la semántica, son indispensables para un correcto conocimiento de la gramática. En nuestro caso, es necesario un buen dominio de tales partes fundamentales de la gramática española. Pero el hombre se expresa, se comunica, construyendo la lengua misma en su misma cotidianidad. Claro que hay que tratar de preservar y sostener la pureza de una lengua; pero debe también haber un justo equilibrio entre esto y la práctica concreta que de una lengua hacen los hombres de una determinada comunidad. El purismo, y con ello, los puristas, no deben pretender llegar hasta la castidad, ni pretender ello como superlativo categórico. Sostener la pureza de la lengua, pero escuchando sus manifestaciones concretas, sabiéndolas asimilar adecuadamente, y aceptándolas entonces como parte de ella, es lo conveniente, lo racional, lo útil.
El distinguido académico y recio defensor de la lengua española, Don Carlos Alberto Saz, expresa muy elegantemente este necesario equilibrio entre la pureza y la práctica concreta de una lengua, en las palabras introductorias a su libro “Hablemos y Escribamos Bien el Idioma Español”. Lo hace en los términos siguientes: “La lengua es un fenómeno cambiante, y muchas de las palabras que ayer estuvieron en boga, hoy han desaparecido y en su lugar surgen nuevas. Son como las viejas hojas del otoño, que caen del árbol para que resurjan hojas nuevas con fuerza y valor juvenil, tal como decía en su ´arte poética´ el inmortal bardo Horacio”. El Doctor David Escobar Galindo, prologando dicho libro, agrega: “El uso normal del idioma en la vida cotidiana despierta dudas constantes, sobre todo porque se trata de un ser vivo, que nos acompaña en cada uno de los momentos del vivir y que va evolucionando con nosotros y con el tiempo. Y ese derrame continuo de dudas necesita auxilios especializados, no sólo para tener seguridad del uso correcto y propio, conforme a las normativas académicas, sino también para ir asegurando que el español que se habla y se escribe en El Salvador esté a la altura de la grandeza y la brillantez de la maravillosa lengua madre, que tenemos como legado imperecedero de nuestra cultura y como instrumento comunicativo de valor universal”.
Esto es, la lengua como proceso dinámico, cambiante en el tiempo y en el espacio, si bien respetuosa de sus normativas, abierta a las nuevas influencias y necesidades que los hombres manifiestan en su cotidiana existencialidad. Ni anquilosado fósil, ni laxa y delicuescente fugacidad. Pureza y cambio, pero con elegancia, con respeto a sus estructuras básicas, y con abierta manifestación de admisión a las buenas modalidades que se vayan originando en el devenir de la cultura.
Tan es importante el lenguaje y su uso, que la filosofía misma, ya en el siglo XX, lo reconoció en primer plano como medio del conocimiento. Ciertamente, la filosofía del lenguaje existía desde antes, pero justamente el lenguaje entonces se consideraba un medio de expresión del pensamiento, concebido este independientemente de aquél, y nada más. A partir de la nueva hermenéutica, los filósofos del lenguaje hacen depender de este toda la estructura misma del conocimiento. Gadamer, por ejemplo, siguiendo a Humbolt, llega a considerar la lengua como “visión del mundo” y “espejo de la peculiaridad espiritual de las naciones”. Siempre siguiendo a Humbolt, dice Gadamer que “la esencia del lenguaje es el acto viviente del hablar,…..es un fenómeno humano ordinario”. Con ello, Gadamer extrema posición ante el lenguaje al afirmar que “el lenguaje no es sólo una de las dotes de que dispone el hombre que vive en el mundo, sino aquello por lo cual el hombre ´tiene un mundo´”, esto es, relacionarse al mundo. “Quien tiene el lenguaje, tiene un mundo”, dice Gadamer. Y es que el lenguaje no sólo representa tener un mundo, sino que el lenguaje mismo es lenguaje en tanto en cuanto en él se representa al mundo. Pero Gadamer torna por el equilibrio entre pureza y cotidianidad: “El lenguaje vivo, antes de cualquiera que sea su organización científica, dice, tiene la función ontológico-revelativa original de ´abrirse al ser´, de ‘relacionarse inmediatamente con la infinidad del ser’ “.
Recordemos como Wittgenstein, ese enorme filósofo vienés casi olvidado por la filosofía oficial, transita desde una posición en la que busca un lenguaje estricto y científico, (el Witgenstein del Tractatus, o el Wittgnstein Inglés), hacia otra posición, al final de su filosofía, en la que pugna por lo que él mismo llama ‘lenguaje ordinario’, (el Wittgenstein de las ‘Investigaciones Filosóficas’, o el Wittgenstein vienés). La tesis fundamental del Tractatus, (Tractatus logico-philosophicus, 1921), es que el pensamiento, o las proposiciones, no son otra cosa que representaciones proyectivas del mundo; con esto, Wittgentein intenta un lenguaje científico riguroso, en la certeza de que los problemas filosóficos debe ser reducidos al análisis del lenguaje mismo. El leguaje debe ser riguroso, científico, matemático, y debe separarse de las ‘falsas verdades de la metafísica’, dice el filósofo austríaco. En su etapa de retiro y reflexión solitaria, (el segundo Wittgenstein), produce sus ‘Investigaciones Filosóficas’, y en esta nueva fase asume una perspectiva diferente: Renuncia a la idea de un lenguaje perfecto, y cambia sus intereses hacia la forma cotidiana de expresión, afirmando crudamente que un lenguaje estricto y científico puede conducir al intelecto a un engaño, del cual sólo puede protegerle el lenguaje en su cotidianidad. Wittgenstein, transita entonces, de la búsqueda de un lenguaje ideal que pueda reproducir exactamente la estructura del mundo, hacia la búsqueda de un lenguaje corriente; y afirma que el problema de la filosofía recae en el uso indebido y equivocado del lenguaje. Eso es, Witgenstein participa en su primera fase filosófica, del positivismo lógico, que pugnaba por un lenguaje estricto, riguroso y preciso, científico; y en su segunda fase, pasa a defender una especie de “Filosofía del Lenguaje Ordinario”.
La lengua, toda lengua, es dinámica. Claro que deben preservarse y defenderse sus estructuras básicas, que le otorgan belleza, claridad, compresión y sentido; pero ello no debe obstaculizar el abrirse a las influencias de su uso cotidiano, que no le afectan sino le enriquecen siempre y cuando se introduzcan sin menoscabo del debilitamiento de sus bases mismas.
El lenguaje, pues, ha llegado a constituirse como un elemento fundamental del problema filosófico. La “Filosofía del Lenguaje” busca la esencia, las funciones y el origen de los lenguajes naturales, interrogándose sobre el rol que este tiene en la construcción de la realidad del mundo y de la conciencia. La “Filosofía Analítica” por su lado, extrema su posición, al considerar que los problemas filosóficos son simplemente causados por la imprecisión y ambigüedad de las expresiones del lenguaje cotidiano. Y aquí, ambas posiciones: Hay que privilegiar el lenguaje cotidiano, corrigiendo precisamente esas ambigüedades e imprecisiones; o establecer un lenguaje estricto, formal, científico, que no de cabida a las expresiones de la cotidianidad.
Entender lo anterior, significa comprender la importancia del lenguaje como expresión de una cultura y de una historia de una comunidad o de un pueblo determinado. Pretender un lenguaje universal y único significa destruir la diversidad lingüística, y con ello, la propia cultura, la propia historia, la propia identidad y el propio imaginario de unos pueblos, resignándolos así al sometimiento por otros o por otro.