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LEONID BRÉZHNEV EN EL CATAY DE METROCENTRO

Gabriel Otero

La señora se tronaba los dedos, esa fea costumbre causada por la ansiedad, si había otras que se comían las uñas, se pedorreaban con la boca, se cortaban con una navaja o se arrancaban las cejas era su asunto, el respeto a las manías ajenas es la paz, ella cada vez que se sentía abrumada volvía a apretarse los nudillos hasta escuchar diez sonidos secos, uno por cada falange.

Estaba nerviosa, encendió un Virginia Slims para calmarse, dicen que el tabaco posee efectos tranquilizadores, según consta en la folletería de la Phillip Morris Internacional. Esperaba a su hijo en una mesa del restaurante Catay de Metrocentro, él andaba en la clandestinidad desde hacía meses y la había llamado para verla en un lugar público.

La señora ordenó chop suey y arroz blanco para disimular el encuentro encubierto, pero ni siquiera los probó, la tarde pasaba y la espera asfixiaba, no dejaba de mirar hacia la puerta de vidrio del restaurante, hasta que él llegó dos horas más tarde. La señora lo vio delgado y se contuvo para abrazarlo, fue difícil, era su primogénito, él le pidió dejar las muestras de afecto para otra ocasión. Ella le preguntó cómo estaba, lo conocía bastante bien, su vida oscilaba en los extremos, él tenía la habilidad de la palabra, el don de la persuasión, hacía poco había formado parte de una secta religiosa que se mantenía de la caridad, ahí lo bautizaron con el nombre de Salomón, luego se incorporó a otro grupo de las cinco organizaciones que pretendían impulsar la lucha armada.

La señora quería saber de las andanzas de su hijo y él en lugar de asumir un tono familiar, al fin y al cabo, hablaba con su madre y no con su responsable o sus compañeros correligionarios, inició una apasionada perorata de lo que haría la Revolución Salvadoreña después de llegar al poder, si Nicaragua venció El Salvador vencerá, afirmaba convencido y todos los medios de producción pasarían a manos del pueblo y Metrocentro y esos lugares pequeñoburgueses serían expropiados.

El Salvador tendrá como patrimonio al hombre nuevo, el ser sin egoísmos, solidario con sus semejantes lo que daría pauta a exportar la revolución y en poco tiempo con el apoyo del camarada Leonid Brézhnev, la sublevación incendiaría a Honduras, Guatemala y México para así ver caer al imperio capitalista, el yanki animal iría directo al basurero de la historia.

La señora no supo si escuchaba a un predicador convertido a guerrillero o a un merolico de los del centro o una mezcla de ambos, en su perplejidad solo atinó decirle que se cuidara y la invadió la angustia y pensó “¿en qué se metió este pendejo?”

Y sí, no había marcha atrás, los militares como guardianes de sus privilegios reprimían cualquier asomo de disenso, tenían cuatro o cinco décadas de gobernar por lo que cada manifestación terminaba siempre con muertos, heridos y detenidos. En los setenta, encabezaron dos gobiernos espurios por lo que el país era un volcán de pólvora a punto de explotar.

Después de dos horas de monólogo militante se despidieron, ahora sí vino un abrazo largo e interminable y la señora tuvo la desagradable sensación de que no volvería a ver a su hijo.

La guerra comenzó meses después y duró doce años.

MUROS

Poco antes de iniciar la guerra en El Salvador se comenzaron a levantar muros como si todos se hubieran puesto de acuerdo. Los fabricantes de tabiques de Armenia y Santa Rosa de Lima trabajaron a marchas forzadas durante meses para cubrir la demanda.

De un día para otro, se erigían murallas cuando los hogares eran de puertas y ventanas abiertas, podías ver a las familias mientras cenaban y escuchar sus televisiones encendidas, las vidas eran diáfanas y todos nos conocíamos, hubo un par de noches en que el zaguán de nuestra casa quedó abierto y que el sereno no cerró porque pensó que don Julián lo había dejado así.

La guerra significó resguardarse. En cada residencia había cuando menos una pistola de grueso calibre. Los milicos vecinos y golpeadores violentos tenían fusiles, granadas y hasta metralletas.

La única casa que siempre tuvo muro fue la del coronel L ubicada frente a la cancha de basquetbol del parque. El tipo estaba dañado, un sábado en la tarde, estando los juegos abarrotados de niños, salió a perseguir a su mujer empuñando un revólver hasta que la alcanzó y entre gritos la jaló del cabello para meterla de nuevo, amagó con dispararnos y nos tiramos pecho a tierra detrás de las bancas de piedra, no fuera que al maltratador se le escaparan uno o varios tiros. Éramos amigos de sus hijas e hijo, a los días se mudaron al barrio militar y no supimos más de ellos.

En la casa de la esquina, la nuestra, se construyó una muralla larga con ladrillos y celosías. Cesáreo, el jardinero, sembró veraneras que al crecer treparon sobre la barrera.

En la guerra, se cotizaron los oficios de herrero y albañil, porque además de muros se habilitaban búnkeres previendo balaceras y otras catástrofes y cisternas para la escasez de agua. Los herreros fabricaban protecciones en patios y tendederos.

A inicios de la década de los ochenta, frente a nuestro domicilio se vivió uno de los enfrentamientos más cruentos de la colonia, los guerrilleros iban en retirada hacia el volcán tras ser interceptados por un escuadrón de soldados, la balacera duró más de una hora, se escuchaban tiros secos, gritos, puteadas y mentadas de madre, después solo silencio.

Hubo que lavar los restos de masa encefálica e intestinos pegados en el muro, no se supo quién retiró los cadáveres, en otros lugares se quedaban a la intemperie y terminaban en fosas comunes, pero en esta zona intentaban transmitir una imagen de normalidad como parte del manejo propagandístico.

Los escenarios bélicos se desarrollaron mayoritariamente en el campo, hasta la llegada de la ofensiva en noviembre de 1989 cuando la guerra golpeó a la ciudad con crudeza, ahí valoramos y agradecimos la protección de las barreras de ladrillo.

Tras cuatro décadas la existencia del país cambió, pero esos muros que afectaron para siempre la arquitectura del paisaje fueron testigos de lo terrible, de sucesos que costaron vidas. Hoy la guerra cada día se desdibuja más.

Son los estragos de la desmemoria, las experiencias que caen en el oscuro olvido.

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

Ilustración del autor de Jonathan Juárez

Fotografía “El beso” de Regis Bossu

 

Fotografía Ladrillera La Chelita de Armenia, Sonsonate.

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