Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech,
Desde Comala siempre…
El mes de agosto se celebraban las fiestas patronales de la ciudad donde vivía F. T. El aniversario festejaba al santo patrono. A la época aún prevalecían costumbres antiguas como aquella de creer que “el hábito hacía el monje”. Ahora han desaparecido, sustituidas por los juegos mecánicos sin atuendo. La ropa marcaba el deseo individual y la filiación social. Así sucedía en el colegio donde el uniforme fijo y el traje de gala los suplían disfraces carnavalescos. Una camisa blanca impecable, a manga corta, aligeraba el calor a diario. Su sudor húmedo arreciaba los días festivos en los que la gala de traje oscuro empañaba el brillo del trópico. Salvo esos días de jolgorio que autorizaban el color en rima de arco iris con el ambiente. Su emblema fundía legados sin leyenda, en viaje del mediterráneo al mar del sur. La piedra mohosa ya no se levantaba entre la viña adormecida por el granizo y la bruma descalza. Vuelta líquido viscoso ladraba la barbarie de sentimientos ocultos entre la ilusión despejada. El cuerpo se tapaba a su antojo en esas jornadas de feria. Hacia el sueño llegaba la raíz de su imagen. De payasos joviales a travestis maquillados, el jolgorio lo exaltaban la música ardiente y el cuerpo arropado en gracia. Unos pantalones anchos chillantes sustituían el khaki oscuro de rigor. Las máscaras cubrían los rostros, a veces teñidos de rouge en tornasol y vestidos floreados en orquídeas húmedas. También portaban vestuarios de animales salvajes y de humanos bestiales. Enormes cabezas les otorgaban su nombre a la fiesta. En el colegio, sólo los mayores encubrían su edad de esos atributos grotescos. Veían por la boca abierta del grueso tapujo en yeso, como si la mirada devorase al menor que acechaban. Lo acosaba no sólo el vistazo de hocicos hambrientos, sino una persecución que se emprendía en la explanada central del colegio. Luego de la sorpresa y regocijo. En esa plaza ocurrían casi todos los eventos memorables, de actos patrióticos a la bandera a plegarias en rosario viviente. El fervor cívico y religioso no menguaban ese día festivo. Por obligación, los mas jóvenes salían del aula a dispersarse y correr sin rumbo en el patio de celo ardiente. Enardecidos, los mayores aplicaban la política en vigor. Aun si no la nombraban, la caza de los menores validaba una antigua teoría. La “teoría del miedo” adaptaba los cuerpos a golpes de vejigas en piel hinchada. Llenas de agua empapaban al más tierno cuyo cuerpo en rúbrica, a veces de pintura, lo obligaba a raparse. Su nueva apariencia confesaba el ingreso a un rango en ascenso asegurado por el tatuaje que los años intensificaban en esa celebración y en los rituales deportivos que coronaban al vencedor. Movido por la inercia, a F. T. lo impulsó el pertenecer al grupo de los menores. Embadurnado de una resina en barniz, lamentaba el incidente que lo afiliaba a una generación. Unidos en el miedo a los mayores. Años después en la lejanía, un encuentro fortuito lo reconciliaría con el agresor quien en esas pugnas intuía lo trivial. “Derivado del temor, nuestro júbilo quedaría en el olvido al decretarse un nuevo régimen de compromiso. La rutina de crecer, recortar niñerías y tallar la ley adulta de los varones”. Por razón pedagógica, la violencia de clase era tan original como la que luego se mantendría en el recuerdo. Existía entre iguales como norma de la educación elemental al madurar.
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