JOSÉ ROBERTO RAMÍREZ
Escritor
Después de tanto tiempo Nacho ya se había habituado a ese pequeño lugar. Aunque a veces protestaba maldiciendo en su interior, viagra pues el reducido espacio y el frío que por las noches se colaba a través de los barrotes le producían una nostálgica sensación de soledad y desamparo. Es cierto que después de algún tiempo cualquier ser vivo es adaptable a determinada circunstancia adversa, unhealthy siempre y cuando no le quite la vida, prostate y es esto exactamente lo que había sucedido en el caso de Nacho. Digamos que había logrado encontrar la felicidad y la comodidad precisa como para sobrevivir en aquel reducido espacio.
Pero en algún lugar muy escondido de su cadena genética, en lo más primitivo y esencial de sus instintos se mantenía fuerte y pujante un silencioso y disimulado anhelo de libertad. Eran cíclicas y fieles las ocasiones en que se había imaginado fuera de ese lugar; y meditada en medio de sus noches largas y pobladas de ruidos ajenos, qué haría con su vida si lograra fugarse, a quiénes tendría la oportunidad de conocer, y de qué y cómo sobreviviría…, Pero llegaba a la conclusión que esas preocupaciones eran banalidades comparadas a la sensación divina y bendita de sentirse libre, sin estar sometido a nada ni a nadie, sin ninguna atadura que le limitase los pasos y los sueños,
Así es que cuando tuvo la clara oportunidad de fugarse, lo hizo olvidando todas las suposiciones y dudas, y no le tembló el pulso, ni se le acobardaron las decisiones cuando llegó el exacto momento de huir.
El silencio de la fuga fue breve. La algarabía y el júbilo retenido por mucho tiempo en su corazón de criatura indómita, erupcionó con una fuerza impredecible en su garganta e invadió por algún mediano tiempo el silencio usurpador de las nueve y treinta de la mañana. Festejaba a los cuatro vientos, y como loco pregonaba su libertad, encumbrado en la cúspide de una alegría desbordante y sonora.
Siempre se ha dicho que las riqueza de algunos se alimentan de la pobreza de otros; de manera análoga es bien decir, que la alegría de otros se sustenta de la tristeza de algunos, ¡y este es el caso!…
Con la mirada aparentemente perdida, fija en el pináculo del palo de mango indio, estaba la niña Pastora, una mujer casi octogenaria, con las pupilas humedecidas, lamentándose de habérsele olvidado cerrar la jaula. A más de veinte metros del suelo, Nacho, su perico querido y compañero obligado de su senil soledad, pregonaba a los cuatro vientos su libertad, encumbrado en la cúspide de una alegría desbordante y sonora…
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