René Martínez Pineda *
Este mal, si eso es, más bien parecía, por el sabor de los hechos de un pasado que nunca pasa, una situación de libertad asistida con medidas cautelares y con pasillo corto. Siempre que Fernando abría la puerta de la casa y hallaba un telegrama en el piso (hace años que la oficina del telégrafo fue clausurada y convertida en un atrio de amores rápidos y rojos) sabía que tendría que hacerle de cangrejo cruzando el río sucio que protegía al cuartel de la Guardia Nacional, en Ciudad Delgado; un camino largo si consideramos que desde hacía veinte años vivía, ilegal y alternadamente, en el que fuera el lado socialista de Berlín y en el Buenos Aires de Quino. Karl Marx Platz y las tabernas del lado oriental donde fabrican las mejores cervezas artesanales del mundo; Loburger StraBe; Parque Libertad; Plaza de Mayo; La Tiendona; la fascinante Puerta del Diablo donde el sexo es un fruto delicioso que no está prohibido; Avenida Corrientes y sus teatros en cada cuadra. Esos nombres son fotos en negativo de una bitácora llena de calles, de cosas, de gente, de exilios del imaginario colectivo, de singularidades. Avenida Juan Bertis #48; cantón Milingo; Barrio La Vega y su ley del cuchillo más rápido; abuela; mamá; la bohemia del café Bella Nápoles, en la 4ta. Avenida Sur, donde las malagueñas y el café negro tienen sabor a nostalgia con canela, ese lugar sin tiempo donde los sábados por la tarde lo esperaban los compas que hoy son vistos como fósiles o como criminales del pasado por haber aprendido a deletrear la palabra “revolución”.
Ya con el telegrama en la mano, la cabeza hacía una venia para darle las gracias a don Javier, el telegrafista, y entonces la calle se convertía en un lugar lejano y de distinto color del que acababa de ver en ella unos minutos antes, unos días antes, unos años antes cuando la energía eléctrica era tan pública como la doble moral. Cada telegrama de la abuela (ya dijimos que la oficina de telégrafos fue cerrada hace muchos años y que ella murió hace treinta y siete) le trastocaba de porrazo la vida a Fernando, lo empujaba al pasado como dando un brinco al barranco de una jubilación sin pensión vitalicia y decente. Siempre que leía esos telegramas irreales –hoy lo va releyendo en el bus, entre triste y reflexivo, sin saber qué creer- los mensajes de la abuela eran un altercado lobezno con el tiempo y la memoria oculta; eran un denso griterío que desordenaba el orden de cosas que él había diseñado y construido para protegerse de la perversión y el oportunismo de las ratas gordas que habitaban en las cloacas de una utopía que pudo calzar en su vida cuando estuvo en Berlín y en Buenos Aires, cuyas calles y rincones tibios se convirtieron en parte de sus entrañas.
Sin querer averiguar un por qué racional y categórico debido a que su vida no distinguía entre pasado y presente, este último telegrama sugería en sus primeras líneas (después él las olvidaría en el momento en que las respondiera con cariño cierto) que su libertad asistida, amargamente lograda a fuerza de vigilias -y que se convirtió en una nueva vida hilvanada con frágiles golpes de aguja en la camisa de manta que los otros, cercanos y lejanos, llamaban su vida- ya no podía justificarse, tropezaba, dudaba, se difuminaba sin remedio como el horizonte de las calles que se prendía de sus ojos mientras el bus corría por la Avenida Corrientes o por la Charlottenburger Ufer y, solo una ventanilla más adelante, por la catedral de San Salvador que ya no pacta misas de acción de gracias porque, desde hace años, no hay nada que agradecer. Después de la perentoria difuminada del horizonte sólo quedaron los restos mortales de una libertad asistida en la sociedad-cárcel; la ilusión que él tiene de sobrevivir como si fuera una palabra aguda entre los paréntesis sosos del exilio que se busca cuando se está harto de la política electoral y todo se manda a la mierda; una metáfora ajena al poema principal que es su vida, aunque en el fondo es su sostén, explicación y definición. Entonces le nació la necesidad de responder de inmediato el telegrama, como quien abre la ventana al nomás sentir la llegada del sol o, mejor aún, como quien la abre para que salga la pestilencia de la sociedad-caverna que se ha metido bajo la puerta aprovechando el cobarde anonimato que da la noche.
Como sabemos ya, ese día fue uno de tantos días en que había recibido un telegrama de la abuela y un tamborileo en el pecho le hizo sentir que se trataba de algo muy urgente. Hacía meses que no escribía. Con Avril hablaba muy poco de su pasado, nunca tocaba el tema de su oscuro cautiverio y mucho menos el de su primer exilio en Berlín, allá por los años 80. No es que Fernando se sintiera avergonzado de ese episodio de su vida, porque nunca delató a nadie, ni dio direcciones, ni predijo acciones insurgentes. Más bien el silencio era la forma de esquivar nombres cardiacos (las personas que se convirtieron en otras personas, esquivadas hacía años por salud mental, se convertían bruscamente en espectros reales cuando pronunciaba sus nombres con pertinaz fogosidad). Pero ese día tomó fuerzas y le dijo a Avril: “Si tan sólo se pudiera teclear “suprimir y olvidar” el pasado como si fuera un escrito indeseado o un archivo inservible. Pero el pasado es un archivo encriptado y de fábrica imposible de borrar o modificar, siempre permanece en los documentos que son los que le dan consistencia a nuestras vidas hasta que se convierte en el único futuro que nos condena a una situación de libertad asistida”.
Nunca pudo comprender por qué no debía hablar con Avril sobre Berlín y Buenos Aires donde, a pesar de la ausencia burocrática, vivía su familia política; donde los compas, cuando el azar hacía de las suyas, calentaban las tertulias improvisadas y amenas con recuerdos subversivos como quien le pone leña a la fogata. Y en la pared principal de la taberna, o de la sala, una foto clandestina de una nación que no existe acompasada con canciones de protesta que ya nadie recuerda haber cantado u oído. Y de súbito una comprensible crisis de gobierno, un escuadronero pidiendo leer la Biblia, un futbolista como mesías de la felicidad.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES