René Martínez Pineda *
Atrás quedó la familia; el mesón; el perro de tres cabezas que rescataron de la crecida del río; las pomadas milagrosas de don Boni, el boticario que no envejecía; la querencia urbana. Todo eso se fue a la mierda al cruzar la primera aduana. Fernando no quería acordarse de esas cosas ni de la despedida: la maleta roída llena de ropa vieja; un escapulario bendecido; el entrañable Doctor Víctor Pinaud con un indulto en la mano, logrado a última hora; el bus sonando la bocina, último llamado, todavía es tiempo de arrepentirse; el patio guardando toda la infancia, esos años en que, cual vaticinio, jugó a la guerra; el limonero con las hojas a media asta. Unos meses después acomodó en un baúl los recuerdos y tiró lejos la llave. Iba al estudio de arquitectura y diseñaba edificios con rostro sensible y alma de guitarra; volvía por la noche y bebía el vaso de jugo de naranja que Avril le hacía con una sonrisa.
Todos los días compartían un café y por la tarde conocían mejor Berlín y Buenos Aires para hacer del exilio un lugar grato y penosamente fácil, y cuando surgían dudas, sorpresivamente llegaba un telegrama de la abuela y su libertad asistida volvía a la calma, pues cada uno de ellos era como una tácita sanación, sin embargo no había nada que sanarle porque la utopía no es una enfermedad, sino la ilusión de un desorden no dado que él aprendió a amar una tarde en el patio después de oír que la radio difundió la noticia de una masacre con un solo muerto cuando él en persona contó más de veinte.
Por instinto de sobrevivencia, Fernando decidió no contarle a Avril el contenido del telegrama. Intercalar un “no” en el mensaje, en el lugar preciso, no era honorable aunque adujera que la abuela se había comido involuntariamente ese monosílabo, ella no quería decir eso. Su aterrador mensaje sin corregir –se la imaginaba partiéndose el alma con las palabras en la oficina del telégrafo, con el papel de empaque retorciéndose para indicarle que se equivocaba, con la artritis de su tercer grado tomando ventaja- se haría más aterrador en los ojos de Avril. Era mejor tirar lejos el telegrama para que se alejara la orden en él, tirarlo lejos (de hecho lo tiró al nomás bajar del bus) y más noche ver “memes” políticos con ella, ignorar el mensaje antes de que fuera irremediable, darle un masaje en el cuello para alejar el fantasma del dolor que la asediaba desde hacía un par de semanas, pedirle que se hundiera en su pecho, olvidar el mensaje para no olvidarse de lo que fue.
El masaje hizo más apretado el dormitorio… Hola ¿hay alguien adentro? Se puso a pensar sobre eso de abandonar lo que años atrás le sirvió de refugio para abandonar el peligro, o sea que sería como un abandono del abandono. Eso es un absurdo, pero cómo plantearlo de otra forma precisamente hoy que la elección presidencial montará un escenario inédito en el que la izquierda tendrá un contendiente remozado que podría arrebatarle todas las banderas de lucha. Ahora mismo que el telegrama es intangible se da el desenlace del capítulo de Mentes Criminales y Fernando se acuesta sobre el pecho de Avril, y siente un miedo desconocido que se le pega a ella como si hicieran el simulacro de un retorno a la vecindad, las peñas culturales y los paseos al centro histórico de la capital.
Quizás hoy tiene más sentido acordarse de todo, porque el telegrama era como el fin de un exilio tísico que lo mantenía en una condición de libertad asistida que era necesario resolver, para bien o para mal. Pero ahí está el mar tenebroso de por medio para retener o para sacar; ahí están las dos décadas de por medio; ahí está Avril que no dice nada pero que sabe el contenido del telegrama; y ahí está él, aferrado a la hermosa locura de la utopía como si ignorara que la guerra terminó y que algunos convirtieron las ilusiones colectivas en un botín repartido entre pocos, a imagen y semejanza de lo que se combatió. Ignora que la guerra terminó o lo domina la cobardía de reconocer la realidad, de reconocer que lo suyo es un silencio que agraviaba y reprocha, y que se está convirtiendo en una traición a sí mismo. Tanto tiempo de libertad asistida había ido formando un lento país furtivo en el pecho, en las palabras, en los telegramas que sitiaban nombres y recuerdos en una especie de árbol prohibido que estaba sembrado lejos.
El telegrama apareció en la mesa de noche justo en el momento en que Fernando se preguntaba sobre la vigencia de la utopía que mantenía viva contra viento y marea. Recuerdo haberlo tirado lejos. ¿A quién putas le importa que haya habido una guerra entre vivos y muertos que no salieron ilesos? Tal parece que estuviera exiliado en mi propio país y que el demonio de la memoria se desvanece en el peculado que se cubre con consignas sodomizadas por la mercancía. Quizá sea cierto que ser utopista es sinónimo de ser pendejo. Es ella quien lo manda, cómo no reconocer el logo de la oficina de telégrafos y la cara impersonal de Matías Delgado con el Lempa de fondo.
Avril sonrió entre alegre y triste. Sin saber por qué había preparado sopa de frijoles, tortillas tostadas, queso duro. Justo al finalizar la cena aparecieron los vecinos que hicieron soportable la libertad asistida y traían recuerdos como si supieran que ambos partirían al amanecer. Ya en la cama, Fernando sacó el telegrama de la abuela. No te dije lo que dice para no preocuparte. Mi abuela quiere… Ella se acomodó y esperó con la respiración entrecortada, pero no rompía el silencio. A lo mejor se comió el monosílabo sin querer y el telegrama dice lo contrario de lo que debería decir. Bien sabes que no es así. Léelo de una vez, le dijo, haciendo desaparecer el misterio de la resignada libertad asistida en la que el pasado era el presente. “Utopía ha muerto. Es tiempo de recuperar tu libertad incondicional. La familia es lo que queda”. Estoy seguro que se comió un “no” después de la palabra utopía. No es así, te pide que salgas a la calle y respires la libertad, dijo, Avril, y se levantó a arreglar las maletas y limpiar el baúl.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES