Por Leonel Herrera*
El 3 de mayo es el Día de la Cruz, una celebración importante en el imaginario religioso de la población salvadoreña. Pero también es el Día Mundial de la Libertad de Prensa, establecido por la UNESCO en 1993 y adoptado por la ciudadanía global como “Día de la Libertad de Expresión”. Algunos, incluso, para ampliar su alcance, lo asumen como “Día de la Libertad de Expresión e Información”. A mí me gusta esta definición más amplia. Es más, pienso que debería establecerse como “Día del Derecho (o los derechos) a la Comunicación”, en el sentido del célebre Informe McBride de principio de los ochenta del siglo pasado.
Fuera de las precisiones conceptuales, pero manteniendo una perspectiva amplia del ámbito info comunicacional, lo importante en el “Día de la Libertad de Expresión” es señalar los problemas que impiden el ejercicio y vigencia de este derecho fundamental para la democracia, con el propósito de generar conciencia y mover voluntades para reconocerlos, abordarlos y resolverlos. La situación de la libertad de expresión en El Salvador es, en mi opinión, muy delicada. No haré una lista de problemas, sino que los agruparé en tres problemáticas centrales.
La primera es la continuidad y profundización de la problemática estructural de la comunicación: el modelo mediático concentrado. El problema de la concentración de medios es histórico, data desde la entrega de las primeras frecuencias de radio (durante la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez) y de televisión (dos décadas después y siempre por gobiernos militares) a empresarios privados que formaron consorcios mediáticos funcionales a los grupos empresariales oligárquicos y a los gobernantes de turno.
Actualmente, Telecorporación Salvadoreña (TCS), fundada por el fallecido empresario Boris Eserski, sigue dominando la televisión abierta, controlando el 37% del espectro radioeléctrico, según un estudio de la Superintendencia de Competencia realizado en 2015. Le siguen, muy atrás, el Grupo Megavisión, del empresario Antonio Safie; y la Red Salvadoreña de Medios (RSM), del magnate mexicano Ángel González. TCS también acapara pauta publicitaria, audiencias, contenidos premium y goza de todas las ventajas de ser el “primer jugador”.
En radio, cinco grupos empresariales controlan la mayoría de frecuencias, los más grandes son el del ex presidente Tony Saca y el de su tío José Luis Saca; mientras que las radios comunitarias siguen compartiendo una sola frecuencia fragmentada unas veinte veces en todo el país. Esta concentración mediática ha sido altamente perjudicial para la pluralidad y diversidad de voces, negó la posibilidad de expresarse a diversos sectores de la población y permitió a las élites empresariales (y a sus servidores políticos) imponer en debate público la agenda neoliberal.
El sueño de crear un marco legal que propiciara la construcción de un modelo de medios democrático se truncó el 5 de mayo de 2016 cuando la Asamblea Legislativa aprobó una reforma a la Ley de Telecomunicaciones que dejó intacto el modelo concentrado, limitándose a reconocer a los medios comunitarios y establecer un mecanismo alterno a la subasta para asignar frecuencias a medios sin fines de lucro. Dicha reforma no se tradujo en políticas afirmativas para los medios comunitarios.
A esta concentración de medios privados ahora se suma un consorcio de medios estatales (dos radios, una televisora y un periódico impreso) que, junto a una gigantesca estructura digital, conforma un arrollador aparato de propaganda gubernamental, muy alejado de la visión de medios públicos. Esta maquinaria comunicacional sirve al oficialismo para imponer su narrativa, desinformar a la población y descalificar a quienes considera opositores.
La segunda problemática son todos los bloqueos y restricciones a la libertad de expresión e información impuestas por el régimen de Nayib Bukele, señaladas constantemente por la APES. Entre las más graves están el cierre del acceso a la información pública y la persecución contra medios que publican información crítica sobre la actuación de funcionarios estatales, sobre todo los que han destapado casos de corrupción o revelado negociaciones del gobierno con las maras.
Para no ver afectada su imagen el gobierno evita que sea de conocimiento público información que muestre corrupción, abusos y comportamientos ilícitos. Para esto, la estrategia oficialista tiene tres pasos: 1- establecer reservas de información ilegales que impiden el acceso a la prensa y a la ciudadanía, 2- descalificar y presentar como opositores a los periodistas o medios que logren obtener alguna información a pesar de los bloqueos y 3-saturar con propaganda los medios y redes sociales para hacer creer a la gente que todo está bien.
Contra los periodistas y medios críticos el régimen de los hermanos Bukele procede de tres formas. Una es descalificar, estigmatizar, difamar y promover discursos de odio contra ellos; la otra es excluirlos de la pauta publicitaria estatal, la cual se otorga únicamente a los medios estatales y a los medios privados que se alinean al relato oficial; y, finalmente, utilizar la institucionalidad estatal (Fiscalía, Ministerio de Trabajo, Ministerio de Hacienda) para perseguir. El caso más emblemático es El Faro, medio digital que recientemente anunció el traslado de su sede administrativa a Costa Rica debido al constante hostigamiento gubernamental.
Y la tercera problemática es toda la vorágine de desinformación, especialmente difundida a través de redes sociales. El fenómeno de la desinformación no es nuevo, pero con el dominio de las plataformas digitales (como Facebook, Twitter, Instagram, YouTube y TikTok) el problema se desbordó y ahora representa una de las peores amenazas para la democracia, sobre todo en países donde ha sido institucionalizada por gobiernos populistas, negacionistas, demagógicos y autoritarios.
El Salvador es uno de esos países donde la desinformación, a través de la mentira y la manipulación, prácticamente se ha convertido en la principal política de comunicación pública. El bukelismo impone su agenda autoritaria, construye percepciones distorsionadas de la realidad y moldea a su conveniencia el imaginario de la población, gracias a estrategias desinformativas y a un uso eficiente del neuromarketing nunca antes visto.
La desinformación cala más fácilmente en sociedades con poca cultura política y deterioradas por procesos de “desciudadanización” de la población. Esto en El Salvador es evidente: la mayoría de personas que avalan al régimen de Bukele no se asume como ciudadanos y ciudadanas críticos, demandantes y sujetos de derechos; sino como seguidores, fans o feligreses. Consecuentemente no ven al presidente como un servidor público a quien exigirle rendir cuentas, cumplir sus promesas, respetar la legalidad e implementar políticas públicas; sino como una celebridad a la cual aplaudir, un líder supremo a quien seguir y obedecer o un mesías salvador al cual defender de los ataques de los demonios.
Por eso considero urgente que en el marco del Día (o el mes) de la Libertad de Expresión la ciudadanía crítica discuta estrategias para generar en la sociedad salvadoreña sentidos ciudadanos para evitar daños mayores y que el autoritarismo se consolide aún más, especialmente después de febrero de 2024 cuando el actual presidente se reelija inconstitucionalmente y lleve al país por una ruta más abiertamente dictatorial.
Para terminar, quiero sumarme a la exigencia mundial de liberar a Julián Assange, perseguido, encarcelado y en grave peligro de muerte, por ejercer su libertad de expresión y contribuir a la vigencia del derecho de la ciudadanía global a la información. Exijo al gobierno de Gran Bretaña que lo libere y al de Estados Unidos que renuncie a su intención de extraditarlo.
*Periodista y activista social.