René Martínez Pineda *
Hay secretos que le pertenecen a las ciudades, no a las personas, y eso les da personalidad. Mi bisabuela contaba que, cuando niña, las ancianas hablaban de un libro maldito que decían había sido escrito por el diablo, y que quien lo leía, en una sola noche, tenía todo lo que quería, a cambio de su alma. La lectura tenía que iniciar a las 12 de la noche alumbrándose con una candela de sebo, y sus seiscientas sesenta y seis páginas –a un ritmo de 2 páginas por minuto- debían ser leídas de corrido y si, por miedo o sentimiento de culpa, no se cumplía el plazo, el infeliz lector amanecía con sus dotes intelectuales encogidos a la mitad, o sea “jugado por el diablo”. Todos en la ciudad conocían los detalles del libro maldito, pero nadie aceptaba haberlo leído (tal como hace años nadie aceptaba haber leído “el manifiesto del partido comunista”), lo único que se podía deducir era quiénes, libro en mano, no cumplieron el plazo y tuvieron que dedicarse a la política conspirativa.
Hay ciertos secretos que no se pueden explicar porque son una paradoja del tiempo y no se pueden revelar ni bajo tortura, aunque todo el mundo los conozca. Hay hombres, por ejemplo, que mueren de noche en su cama, tomando la mano de su esposa y confesándole al cura sus pecados mortales, mirándolos fijamente exigiendo lástima o perdón; mueren con los pulmones hechos un nudo ciego, abatidos, mas no a causa de la muerte, sino de los secretos que no se pueden revelar, porque eso sería como vender el alma de nuevo poniendo en peligro la continuidad de la sociedad.
En ese libro escrito por el diablo con su puño y letra -forrado con retazos de piel de aquellos que no concluyeron la lectura- mi bisabuela nos contó que decía que el alma del hombre es capaz de soportar la pesada carga de los pecados capitales, pero que no tiene la fuerza suficiente para cargar con el horror que guardan los secretos malditos y por eso se ven obligados a llevárselos a la tumba. Eso explica por qué los crímenes de lesa humanidad quedan en el limbo del juzgado y, en parte, explica también por qué, de repente, sufrimos fiebres de las que ignoramos su procedencia o vivimos alucinaciones que nos hacen creer que somos parte de una multitud cuando en realidad estamos solos. En esa alucinación radica el juego de la democracia. Hace unos años –y quien dice “hace unos años” dice que no recuerda cuántos son, pero que son más de dos- en un atardecer de abril, sufrí una fiebre dolorosa que me dejó inmóvil varios días y sufriendo sus secuelas por al menos seis años. Después de ese largo suplicio patológico, cuando empecé a recuperar las fuerzas y el ánimo fue como el buen apetito, supe cómo se restituye lo interior y cuándo el intelecto se electriza para sobrepasar su límite cotidiano.
Después de haber estado a merced de una fiebre azarosa, respirar es un placer que se aprende a sacar del dolor más inquisitivo y es entonces que somos capaces de ser parte de una multitud a pesar de estar a solas con un cigarro y el diario Co Latino que nos servirá de brújula para deambular por la calle favorita, digamos en ese caso la segunda calle oriente del centro histórico, porque pasa tocando la catedral y la plaza Libertad que son, desde 1975, insignias de la lucha popular. Es una calle concurrida por los años de las multitudes masacradas y por eso es inmune al tiempo. El ayer y el hoy tienen la misma hora para juntar a los vivos con los espectros, eso es común en un país donde el erario público es un arma de canje político de la burguesía desde 1858, año de las expropiaciones en el que se descubrió que los funcionarios públicos se estaban robando las donaciones (llamadas “limosnas”) recibidas a raíz del sismo de 1854. Se descubrió el hecho, pero nadie fue a parar a la cárcel. ¡Ustedes no se cansan de robarle al pueblo, cabrones¡ dijo, en el juzgado, el acusador de oficio. ¡Nosotros somos incansables! respondió, uno de los acusados.
En esa calle donde soy otro espectro, uno más en la multitud, al caer la noche la afluencia de gente sube estrepitosamente, se prenden las lámparas del alumbrado público y, si se ha leído el libro maldito, se puede ver que las sombras de los vivos son los muertos, se ve la realidad en su doble dimensión desconocida como un río de peatones rodando diligentes ante el palacio nacional que guarda en sus archivos todas las fechorías cometidas. Lo mejor que pude hacer fue refugiarme en un café bohemio para contemplar el caudaloso ir y venir de testas, y sentir que esa es una escena exquisitamente abstracta. Examinar a los otros adictos a la cafeína desde la perspectiva del sentido común de las relaciones sociales. Con la quinta taza pasar a las peculiaridades, tantear con ojo meticuloso las inenarrables siluetas, ropas, gestos, olor, color, sabor. Será por la cafeína y la nicotina como amigas innatas, pero la calle es un mar tenebroso en el que las metáforas sociológicas son despobladas islas a la deriva donde está enterrado el misterio dulce de la piel de la enculturación y la geometría sinuosa del organismo salvaje en el que cabe el universo y su cambio constante.
La inmensa mayoría de los que pisan esa calle tienen un aire tan triste como vanidoso por tener un trabajo decente con salario indecente, y tal parece que su única misión es abrirse paso en el infame apelotonamiento de gente para llegar lo antes posible a casa y cerrar la puerta con doble llave.
Caminan callados, fruncen la frente cuando se enteran de que, después de todo, el expresidente está vivo y millonario, y de que el dinero sigue siendo maldito en sus manos, tan maldito como el libro que jamás confesarán haber leído; se encabronan cuando, aprovechando el anonimato de la multitud, otro peatón los topa por la espalda y sienten la herrumbrosa firmeza de lo constitucional; se impacientan cuando el bus se retrasa; se alisan el rostro con la mano untada de saliva; se sacan la falda de la camisa o la blusa; se truenan los dedos; montan soliloquios vocingleros como si la viscosidad de la multitud que los envuelve no resolviera su tremenda y amarilla soledad.