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El libro maldito (2)

René Martínez Pineda *

Desde este lugar bohemio que da a la calle de la que hablo, y en la que soy uno más en la multitud, uno más de los muchos que conocen, de memoria, el camino hacia el Hospital Rosales (o hacia la catedral, cuando los médicos se dan por vencidos o las medicinas están vencidas), pero desconocen la dirección de la universidad; desde este lugar –una cafetería invencible, las gradas de la iglesia o el puesto de periódicos, da igual- observo cómo las personas burlan los estorbos redoblando sus mímicas conformistas, ensayando la sonrisa forzosa que los hace inmunes a los ladrones de poca monta y suplanta al amor que ya se quemó y cuyas cenizas son los hijos. Un empujón: un insulto inmisericorde, largo y canino que saca a la luz el alter ego siniestro que les quedó plasmado después de haber leído el libro maldito; deshacerse en puteadas al pulcro victimario, pero sin dar la cara; llenarse de furia horizontal como cántaro sin fondo. Pero, fuera de lo dicho, no veo nada extraordinario ni inédito; todos compran su ropa en el inevitable y perfumado almacén de “¡a dos coras, a dos coras, meta la mano!”, y van con la misma ropa: el color pálido de las camisas de los empleados de ultrajada alcurnia que sirven en las casas de los ricos; las jóvenes hermosas de escuetas blusas y labios rojos pretendiendo ser “artrices” de telenovela colombiana; las mujeres refinadas como la luz de chaquetas apretadas, lentes de bicarbonato, pelo deshojado por la brisa y manos diligentes; los hombres amorosos recogiendo a sus hijos de la escuela, revisando sus tareas de gramática mientras caminan a la parada de buses: ¡poné atención, pues!: gramática es el estudio de la grama; los jóvenes atléticos y de corbata ancha corriendo los cien metros con obstáculos en el bravío mar de canastos para no llegar un minuto tarde a la oficina, porque se descuenta del salario mínimo como si fueran ocho horas. Reforzando esa fiel gallardía que, a falta de mejor palabra, podría definir como quijotesca, el talante sociológico de mis compatriotas se me muestra como la copia fiel, en papel más nuevo y con mejor definición de colores, de lo que hace unos setenta y tres años instauró la inevitable perfección del movimiento popular de masas que derrocó al dictador Hernández Martínez y desenmascaró y destruyó, en plena segunda guerra mundial, la falacia atómica e ideológica de la existencia de la clase media y que reafirmó que los golpes de Estado son, en realidad, golpes de gobierno.

En esa multitud ordenada por colores hay de todo: minoristas, meseras, ladrones, abogados, soldados, canillitas, enfermeras, maestros, locos, albañiles, licenciados, poetas, cosmetólogas, usureros del mercado y agiotistas de la palabra, es decir, la gente común y corriente del pueblo que sigue la corriente disoluta de la sociedad; entre ellos hay hombres dueños de su tiempo y del tiempo; hay otros que son jornaleros del reloj y pasan ocupados en cosas nimias para dejarse sodomizar por la historia. Esos son los empleados formales e informales como un todo idéntico y continuo, el expuesto y triste grupo social que es azotado doble, deliberada y cruelmente por el sanguinario impuesto de la renta, porque eso permite garantizar que al millonario le hagan una devolución generosa, pues ellos pueden deducirse, leyes tributarias en mano, hasta los calzoncillos y la comidita cotidiana bajo la coartada de los “costos de producción” y los “gastos de representación”. El brutal ejército de empleados habla por sí solo sin abrir la boca, no necesita mis explicaciones ingenuas, todos son innegables a pesar de ser negados y subdivididos por la sociedad para debilitarlos y para que se sientan en su propio e inmodificable “mundo feliz”, cada quien vistiendo el color que le ha sido asignado y haciendo su parte sin querer hacer más.

El batallón formado por los empleados apenas arriba del salario mínimo de las empresas de más de cincuenta años que vieron crecer y mancharse de sangre esta calle, los “viejos contadores de fábulas con final feliz” (como la historia oficial que cuentan, como si fuera cierta, los mercenarios del tiempo), era simplemente inconfundible y patético. A ellos se les reconoce, sin mayor esfuerzo ni instrucción, por sus camisas blancas almidonadas con locura y sus pantalones negros o azules confeccionados a la medida -por don Juan Castro, el sastre del pueblo- pensando en la pulcritud y comodidad; las corbatas pasadas de moda hace un buen rato; los relojes de cuerda de los que se enorgullecen; los pañuelos blancos bañados en agua florida; los zapatos negros, de cuerina, anchos de la punta; los calcetines oscuros, gruesos, ya sin elástico y con líneas blancas; el pelo bien peinado gracias a la infalible glostora; leyendo todos el mismo editorial del periódico sin saber cómo convertir los datos en información (“hay que potenciar la democratización haciendo que el régimen de libertades vaya ganando cada vez más fuerza en el ambiente”) porque conocen, en teoría, la libertad, pero no saben lo que significa ser libres. Todos ellos cargan sobre sus hombros las secuelas prematuras y dolorosas de la artritis reumatoide y de la calvicie sin honorabilidad; y la gruesa nariz, habituada a sostener lentes de aumento comprados al azar en el parque Libertad, luce extrañamente enrojecida por los olores de la patrona. En sus ojos se nota que la lucha contra la dictadura militar (aunque haya sido solo de vistas y oídas) y la lectura del libro escrito por el diablo les ha enseñado que bajo sospecha hay que callar, y puedo ver que siempre saludan con ambas manos, como si no quisieran terminar el contacto.

Infiltrados en las nutridas olas de personas –aquí, allá y por allá- se ven algunos personajes de perspicaz talante, no muchos en verdad, los que pude reconocer fácilmente como miembros de esa especie en extinción de ladrones elegantes y sutiles que desde hace décadas signa a todas las ciudades populosas, dándoles un colorido atractivo turístico porque ellos, además de haber leído el libro maldito en todas sus versiones posibles, visten con escandalosa y teológica llaneza para no ahuyentar a la víctima. Todo esto se puede ver en la calle de la que hablo con nostalgia: el pasado y el presente de la mano teniendo como cuna común ese libro maldito que nadie reconoce haber leído… sin estar mintiendo.

*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales

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