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El libro maldito (3)

René Martínez Pineda *

Bajando por los círculos infernales de lo que la sociología burguesa, iluminada por Dante, llama movilidad y estratificación social, se pueden distinguir –aunque no son distintas- todas las personas que transitan por esta calle de la que hablo y en la que la memoria es un relojero impuntual. Por allá: tétricos usureros con boca de hiena y mirada de zopilote, como mala copia de los elegantes banqueros del siglo XIX, haciendo del hambre un impagable y voraz crédito hipotecario; rigurosos indigentes profesionales disputándose un cartón orinado con otros indigentes de ropa limpia todavía, a quienes la gula del capitalismo ha puesto en la calle a pedir una limosnita por el amor del dios que toma Coca Cola y, para terminar de pasearse en su no-identidad, no tienen una dirección de Twitter o una cuenta de Facebook donde subir las fotos de lo que están comiendo; espectrales y pálidas madres con hijos desaparecidos o asesinados, en cuyos hombros el diablo pone su libro mientras avanzan perplejas entre la densa multitud, viendo a los otros con un aire de súplica perentoria como si buscaran el triste consuelo en la vida que no reposa; humildes y pulcras muchachas que regresan de la golosa, incansable y cruel maquila y se dirigen, con pies de plomo, a sus victimizadas casas, ocultándose más apenadas que irritadas de los ojos de los truhanes; trabajadoras del sexo sin pseudónimo, de todas las edades y colores, sin acceso a internet, con la irrefutable belleza a flor de piel; el tétrico leproso de las encuestas de mercado y de las bases de datos del chambre; el anciano pelo-pintado lleno de achaques, anillos, dulces y loción de lavanda que lleva a último término la inútil lucha por hacer arder los palos de su agonizante pira; tinterillos de corbata prestada, sin soporte neuronal, que sueñan con ser constitucionalistas para salir de pobres de una buena vez; futuros diputados, asoleado el rostro y lasciva la boca ensayando sus discursos de toma de posesión con los lustrabotas que, bajando la cabeza, los oyen como castigo; mujeres de labios sensuales y mejillas rojizas pensando en el desenlace de la telenovela colombiana que hace suspirar por lo ilícito; otros, vestidos con lustrosos trajes que hace muchos años fueron nuevos: hombres que caminan con paso naturalmente débil y pálido, ojos como brasas; y, en medio del gentío, panaderos que no saben nada de la iglesia de los pobres de Romero; cargadores de bultos a los que no les importa eso de la seguridad vial; afiladores de cuchillos que no fueron invitados a la firma del convenio de empleo entre El Salvador y Qatar; músicos indigentes y geniales que, por dignidad civilizatoria, no le cantan al día del soldado; domadores de cucarachas con resequedad vaginal y lengua lubricada resistentes a todo tipo de veneno; los que venden panes mata-niños junto a los que roban carteras y mochilas mientras aquellos cantan; plomeros andrajosos que no saben nada del cambio climático ni de la privatización del agua dulce y salada; empleados informales y obreros formales vencidos por la fatiga fabril; los ex convictos que proceden de Mariona, de las cárceles de Guatemala o de las fronteras del norte; y todo ese montón de gente está atiborrado de una vocinglera y caótica energía que retumba, desafinada, en los oídos, y crea en la mirada un sentimiento de dolor patrio y constitucional que de alguna forma es vaticinado en las páginas del libro maldito que nadie acepta haber leído o, al menos, haber tenido en las manos.

A medida que la noche se hace hermética y ajena provocando que el tiempo sea una paradoja, se hace más honda mi fascinación por el paisaje urbano; no solo el talante cotidiano de la multitud cambia objetivamente (sin duda sus características más seductoras se esfuman o difuminan a medida que el grupo limpio –digamos decente- de la población se retira a sus casas –verdaderos pupilajes o dormitorios públicos- y solo van quedando los más rudos, lo cual hace visibles todas las especies de infames que salen de sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que las fosforescencias del alumbrado público que se resisten a ser presas de los ladrones, frágiles cuando apenas inicia la lucha por suplantar al sol, ganan por fin la batalla y, como luciérnagas furtivas de la utopía, llenan los rincones de la calle con una luz temblorosa y nostálgica. Pero todo es negro y misterioso en el fondo y, sin embargo, tan delicioso, claro y adictivo como el olor a coco en la piel. Los embrujos de la luz, el no saber quiénes de los transeúntes han leído el libro escrito por el diablo, en cualquiera de sus traducciones y versiones humanas, me obligan a mirar, uno por uno, los rostros sin ventana de la gente y, aunque la premura con que aquel mundo secreto o espectral pasa delante de mis ojos me impide detenerme en los detalles imperceptibles a simple vista, me parece que, en mi muy especial ánimo, es capaz de decodificar la historia no contada que apenas se insinúa en los gestos, los silencios, el rechinar de dientes y las ojeras mortales de los rostros. En esta calle basta el breve espacio de una mirada a la ligera.

Estoy con la frente literalmente fusionada al cristal de la cafetería desde donde poseo la calle, perdido en la imagen de la multitud, cuando del otro lado se planta un rostro (un hombre decadente de unos setenta y nueve años con diez meses, calvo en la frente y con unos ralos y blancos pelos saliendo de sus parietales, ojos fijos y profundos, nariz ancha, boca amplia, lengua descomunal y afilada fuera de su sitio natural, arrugas generosas de sur a norte) que de forma inmediata se ganó toda mi atención a causa de su horripilante locución gestual –al estilo del delirio de Dante- nunca antes vista, al menos en persona. No obstante su aspecto tétrico, no puedo dejar de ver el rostro de ese anciano que se aleja. Apresurando los últimos tragos de café, cerrando el libro que me acompaña, salgo a la calle y abro de par en par la cortina de gente para seguirlo, pero ha desaparecido en el tumulto que persiste. Por fin puedo verlo; me acerco con cautela para no ahuyentarlo, solo lo suficiente para examinarlo.

*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales

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