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El libro maldito (4)

René Martínez Pineda *

De cerca lo veo tal cual es, no hay forma de engañar. De porte mediano –digamos 1.7 metros-; complexión exigua forjada en el calor de lo profundo, de pocas palabras y aliento fétido. En apariencia es un indigente sucio y andrajoso, pero cuando los faroles de los autos lo alumbran a quemarropa, me doy cuenta de que la mugre son rastros de minerales exóticos. La noche lo domina todo y el vaho del invierno que cobija la ciudad no tardará en convertirse en densa llovizna. La multitud se retuerce como herida con sal y se esconde bajo un huerto de sombrillas y bolsas plásticas. Las olas de carne, los pisotones y los murmullos crecen geométricamente. Yo no uso sombrilla, la lluvia es una aliada amena. El viejo al que persigo se abre paso, con dificultad, en esta calle de la que hablo, estoy pegado a él para no perderlo en el gentío. Sabe que lo sigo. Cruzó súbitamente a la derecha, buscando una calle solitaria. Ahora parece ser otro. Camina lento, como esperando que lo alcance, y lleva bajo el brazo tres libros que parecen ser el libro maldito. La calle es estrecha y sinuosa, y a medida que avanzamos los peatones van dejando atrás sus sombras. Otro golpe de timón nos lleva al parque y el viejo vuelve a tener el misterio original que me hace seguirlo. Recostado en un farol toma un poco de aire, deja caer los hombros y sus ojos dan un giro de 180 grados y, así, reanuda la marcha, le da una vuelta al parque y, fingiendo no verme, se sienta en una banca a fumar un puro de olor raro.
Ha pasado una hora y no hacemos contacto; los peatones son escasos y sigue lloviendo con desierta displicencia. Apaga el puro y vuelve sobre sus pasos. En un minuto llegamos a la catedral cuya nomenclatura parece ser familiar para el viejo. Trato de ser cauteloso para estar cerca sin ser visible. Es la misa de medianoche, los feligreses, todos de negro o rojo, están parados sobre la 2ª. calle –la calle de la que hablo- frente a las gradas. El reloj de la torre avisa que ya son las doce y es hora de entrar. Fue hasta entonces que el viejo me devolvió la mirada mientras supervisaba que todos entraran a misa. Como llamándome con la cabeza se lanza de nuevo a la calle y mira ansioso para la derecha y para la izquierda; estamos regresando sobre nuestros pasos otra vez, y ya estamos frente a la cafetería de la que partimos… no obstante haber pasado sólo unas dos horas, todo luce distinto, como si hubieran pasado veinte años o como si hubiéramos regresado treinta. Las lámparas del alumbrado público siguen dando la lucha para no caer en la trampa mortal de traicionar a los últimos peatones, pues la traición es la única afrenta que debe ser cobrada.
El viejo se acomoda los tres libros que carga bajo el brazo derecho, cuyas cubiertas son idénticas entre sí, pero con distinto título, idénticas a la imagen que tengo del libro maldito. Ya estamos cansados, pero decidimos –sin ponernos de acuerdo- buscar la calle paralela en dirección al teatro nacional. Está cerrado al público, claro, pero el portero, al vernos asomar, nos abre la puerta. Veo que el viejo está bufando como si el aire fuese escaso. Está como al principio: intrigante, y me da la sensación de que está perdido en sus ideas; pero de repente se agita y busca un asiento en las butacas delanteras. La luz de los candelabros es débil y además carcomida, el techo de madera está temblando como enjambre sísmico y se inclina de forma antojadiza sobre nuestras cabezas y los carteles de obras pasadas están esparcidos al azar. Afuera, la tétrica porquería se está acumulando rápidamente en las aceras. Dentro, la desolación nos permea y enmudece a los dos.
El viejo pone sobre sus piernas los tres libros, como si estuviera a punto de decirme: escoja uno de ellos, y parece reanimarse como un foco cuya luz está a punto de apagarse para siempre. Comprendo que él escogió, desde el principio, este templo del demonio para vernos cara a cara. Falta poco para que amanezca, eso es evidente porque los borrachos e indigentes están buscando la salida de la calle. Con un sofocado suspiro de ansiedad, el viejo toma ahora una actitud originaria y se estaciona en ella. Algo aún más agudo que la ansiedad con miedo se prende de mi cara porque, por fin, he descifrado quién es este extraño al que anduve siguiendo toda la noche por esta calle de la que hablo. Con una energía de loco pone a mi alcance los tres libros idénticos al libro maldito. En la parte más alta del asombro, resuelto a terminar con mis dudas, pongo cara de esperar lo que sigue. Ya salió el sol y seguimos en silencio por distintas y antagónicas razones, él como oferta y yo como demanda. Debo apresurar la decisión porque la calle de la que hablo se está poblando, pero necesito más información. Y ya aquí, ansioso, entre la confusión que crece ante mis ojos, pongo cara de que no voy a escoger si no me da más detalles. Sin embargo debo enfrentar la curiosidad mirándolo fijamente a los ojos, y por eso estoy sumergido en la más absoluta y arbitraria contemplación, pues ya llevo siete horas con sus diecinueve noches completas detrás de él.
Este viejo –dije, por fin- es la paradoja de la voluntad y el autor del libro maldito y su profundo atentado al libre albedrío. El peor corazón del mundo o el más bueno de ellos es el que está detrás de sus seiscientas sesenta y seis páginas de horror o transformación, las que hay que leer en una sola noche, a solas y en silencio, y hay que reconocer que se ha leído. Y entonces me pregunta el viejo: ¿con cuál de las versiones de mi libro te quedas: el Manifiesto del Partido Comunista, La Divina Comedia o la Constitución de la República? Es lo mismo, pero no da igual, aunque yo haya escrito los tres, me aclara. El teatro está completamente vacío y me doy cuenta de que he estado caminando y hablando solo, porque al final yo soy la aparición, yo el espectro anunciado en el libro maldito. Ya no tengo miedo, el miedo me tiene a mí.

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