René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
En los últimos quince años –en el marco de los movimientos sociales de los indignados- ha cobrado vigencia sociológica la epistemología del “nuevo liderazgo” -o de “el otro liderazgo”- que funda (en tanto cuerpo-sentimientos como unidad orgánica) una especie de comunicación fluida entre lo personal y lo contextual como esencia del liderazgo político en movimiento (el líder que camina en las sendas del pueblo), definiendo al líder real -no al que se refugia en liderazgos previos para ganar simpatías inmerecidas y patéticas- como el individuo real que construye sentido colectivo; como la persona dotada de una “visión” que compagina con las ilusiones populares –más allá de ser válidas o no, ese es otro debate- y tiene la autoridad suficiente como para organizar, dirigir, movilizar y entusiasmar a sus seguidores, quienes afrontan los conflictos, presentes y futuros, como pasos necesarios para el cambio social en el marco de una definición más o menos consensuada de la realidad política y sociocultural de cara a rediseñar la cultura política en las democracias representativas.
En armonía con lo anterior, el liderazgo (el hecho político-práctico colectivo que se disfraza de individuo) debe verse como la acción directa en torno a una serie de retos estratégicos recurrentes que deben afrontar los líderes políticos y partidarios, concentrándose el trabajo del líder político en dos tareas principales: por un lado, la construcción de identidades político-ideológicas para movilizar a sus seguidores y a quienes, sin serlo, le dan un voto de confianza; por otro, impulsar las políticas públicas que refuercen dichas identidades y hagan surgir nuevas adhesiones a la visión que se promueve y que, alegóricamente, se mueve en las avenidas de las ciudades.
Pero, ¿qué es la visión política y en la política?, ¿puede imponerse una visión política? En primer lugar, partamos del hecho sociológico de que la visión política es la imagen difusa y posible de futuro, la cual se expresa a través de esperanzas, ilusiones, metas y aspiraciones, tan colectivas como compartidas, que se pueden proponer, pero no imponer; y la visión en la política es la carta de presentación de los líderes. En ese sentido, aquella imagen es el imaginario del utopista (si es el caso de los líderes populares) y, por tanto, es un bien inmaterial estructurado con los discursos, las acciones, los acercamientos y las creencias de los líderes, con lo cual presentan y representan una definición históricamente determinada de la realidad futura sobre los escombros del presente (lo heredado). Metafóricamente, la visión es la estrella Polaris que muestra el camino a casa (o, quizá, uno de los muchos caminos a casa) convirtiéndolo en una Avenida Independencia sui géneris y, por tanto, les da coherencia y sentido propio a las acciones organizadas de los seguidores y a la de los otros líderes que deambulan junto al líder dominante, apoyándolo o enfrentándolo. Siendo así, la visión política requiere ser comunicada de forma amplia, detallada y comprensible para que el pueblo convierta la imagen en una información que tiene la capacidad de motivarlo e inspirarlo.
Al convertirse en información, y ésta en comportamiento colectivo, la visión política es mucho más que ella misma, es mucho más que un discurso que diseña utopías populares -o explotadoras (el mundo feliz de la burguesía reaccionaria) cuando se trata de líderes del capitalismo-. Entonces, la visión –que siempre está abierta a la revisión- es un proyecto factible de futuro que el líder pretende convertir en una realidad real. Queda claro, así, que la visión política siempre tiene intereses de clase que están fundados en ideologías dadas (remendadas) que, por lo general, tienen de simbólicas y tienen de cotidiano. En todo caso, la visión requiere –en distinto grado y con aperturas y cierres de continuidad- del uso de la hegemonía, debido a que está presente en aquella el problema del poder, el poder necesario para transformar la sociedad y el poder de convencer al pueblo para que se anime a transformarla. Ahora bien, convencer no implica imponer.
Es, precisamente, esa opción por transformar la sociedad, como misión colectiva, la que designa y signa a los líderes que “abren Avenidas”, o sea a los líderes que quieren construir historia mediante procesos socioculturales de cambio que lleven a lo económico desde la presencia-ausencia de una importante comunidad política beligerante que busca cambiar el régimen político. Ahora bien, esa transformación de la sociedad siempre es gradual (aunque no es “casi inerte”) en tanto se logra con cambios menores que son necesarios como fundación de una nueva lógica política, social y económica. Esos cambios menores se conocen, en sociología política, como reformas que deben ser estructurales para no caer en la peligrosa trampa del reformismo que cambia las cosas para que no cambie nada. En tal sentido, el líder político que “abre Avenidas” (la nostálgica Avenida Independencia, en nuestro caso, para hacer una interesante alegoría cultural y política) se mueve en una suerte de dialéctica del liderazgo que busca transformar la historia –y no simplemente sufrirla- y eso lo lleva al nivel de “líder histórico” del que habló Bertolt Brecht (el líder imprescindible).
Hablar del liderazgo político desde la metáfora de “los hombres que abren avenidas” (un enfoque sociológico particular) implica acercarse a la perspectiva del “nuevo liderazgo” o de “el otro liderazgo”. Este enfoque pretende analizar el llamado “nuevo liderazgo” como una fusión sujeto-contexto y como una versión de liderazgo colectivo con rostro individual, situación epistemológica no comprendida por los sociólogos y politólogos tradicionales. Y es que no hay que olvidar el carácter simbólico y de imaginario que tiene la acción política de los individuos que toman decisiones que son –o aparentan ser- individuales (como las del presidente o las del líder sindical) en el marco de la democracia electoral.
Estamos frente a un enfoque –o propuesta de enfoque sociológico- basado en una epistemología de la cotidianidad que comprende a la persona como reflejo directo y perfecto de la realidad (lo micro-sociológico) equilibrando el hecho sociológico presente-ausente como cuerpo-sentimientos, tanto de los líderes como de los seguidores; tanto del pueblo como de sus representantes (o pseudo-representantes) políticos.
En resumen, el objetivo epistemológico del artículo es incursionar en un enfoque más apegado a la realidad concreta del liderazgo de carne y hueso que tome tanto los factores simbólicos de legitimidad de la visión y las impresiones inexorables subjetivas del comportamiento –lo muy personal, lo muy cotidiano-, como los factores estructurales –las condiciones heredadas que nunca son escogidas- inmersos en el hecho político. A estas alturas podemos y debemos preguntarnos si, desde la particular visión de un líder ¿se puede construir, más allá de lo abstracto y discursivo, un proceso sostenido de liderazgo político que sea tan efectivo como afectivo sin caer en la demagogia?, ¿puede un líder trascender la infamia de un sistema político basado en la corrupción sin caer en esa tentación?