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Like a Stone…

René Martínez Pineda *

Como obituario digamos que la música ha perdido una de sus notas premonitorias más entrañables… por mucho tiempo toda canción ejecutada será una pompa fúnebre como tributo inevitable, como el de Red Hot Chilli Peppers en su concierto en el Bankers Life Fieldhouse, Indianapolis, donde hicieron un cover de la canción “Seasons”, grabada en 1992.

Seatle es la ciudad enorme de Washington y uno de los centros culturales más importantes de Norteamérica y, para auto-elogiarse, parió a uno de los más geniales cantautores de la historia reciente quien, como indecible grito, ondeó las oscuramente iluminadas metáforas del movimiento Grunge en su versión de denuncia progresista: Chris Cornell, un Cáncer hecho a la medida exacta del delirio de la imaginación instintiva que navegaba entre el ir y venir de las abrasadoras pasiones carnales que se gritan y que, con sus composiciones cargadas de sociedad real, se movía como el cangrejo (la nostalgia en su mejor versión sociológica y poética, sin duda alguna) y, consecuente con ello, en la madrugada se bebió las estrellas, a solas y en silencio, para llenar de luz su caparazón y capturar al demonio del conflicto interno entre el estar fuera de sí mismo y el quedarse adentro esperando por nosotros Like a Stone, girando en el herrumbroso aroma de las rosas blancas que le permitía ser él mismo dentro de sí mismo cuando el espejo le mostraba otra cara: la cara frívola que es sodomizada por el reloj y los números; la no-cara (las máscaras de las que habló Octavio Paz) con que la sociedad nos roba la identidad sociocultural y nos etiqueta o nos obliga a etiquetarnos voluntariamente como un acto de fe pura que reta a la comprensión sociológica.

El grito armonioso como dolor. Esperar solo, Like a Stone, todo lo que se ama. El dolor individual como imputación colectiva. La discontinuidad de la muerte ritual para darle continuidad a la vida en resistencia. La nostalgia como musa desnuda y pecadora que nos hace ser mejores para los demás a costa de nosotros mismos. Esa fue la estrategia que usó desde adolescente –que es la que usan los genios creativos y corajudos que luchan por nosotros contra los demonios insobornables y fieros que confiscan la salvación- para sobrevivir en una sociedad en la que se nombran con el mismo término cosas diametralmente distintas (el suicidio como sinónimo de muerte), al tiempo que cosas similares son llamadas con nombres distintos (la guerra como antónimo de la paz). De habitación en habitación, esperando solo, Like a Stone, Cornell descubrió que el demonio no hace el amor, sino que coge.

En un mundo de telaraña como grito, la nostalgia creativa que muy pocos tienen como signo de identidad –disfrazada de música que decodifica la arquitectura del ser social en el ser individual- fue la tijera con la que Cornell se abrió paso y escapó para siempre de la trampa mortal de la apatía ante la huelga de hambre ajena, y escapó del dolor con remordimiento por todas las cosas que hizo o dejó de hacer y por las que recibió como bendición mundana mientras vagaba en sueños más allá del libro lleno de muerte que convoca a la muerte de forma increíblemente reiterada al ofrecer el paraíso a cambio, porque si somos buenos nos tenderemos a descansar a donde sea que queramos ir, y entonces la muerte es un tren sin estaciones. En una habitación de hotel llena de vacío en la que el vino es sagrado para facilitar el orar por la propia muerte, el suicidio (o, en este caso, la muerte transitoria e imprudente -remontando y decodificando al universo- con la que se le confunde) se convierte en un hecho sociológico que no debe ser juzgado por la doble moral ni debe ser catalogado como suicidio. En un escenario con el cielo herido como el de su casa donde, Like a Stone, pactaba con su demonio el repertorio de la noche, siempre confesaba o nos prevenía, de una forma libre y genialmente enrevesada, de que estaba harto en el tedio de las páginas de un libro lleno de muertes en soledad y de una sociedad llena de muertes en multitud, razón por la cual pensó en el dolor como un grito moralmente obligatorio y depurado cuando se está perdido detrás de las palabras que nunca se podrán encontrar.

Si estamos de acuerdo en que el suicidio es, al final, todo caso de muerte que resulte directa o indirectamente de un acto positivo o negativo, ejecutado por la propia víctima, a sabiendas de que habría de producir ese resultado, entonces todos somos convertidos por el sistema capitalista en suicidas potenciales, sin serlo. Si la producción de armas es el negocio más rentable y respetado, la guerra es la fiesta rosa del suicidio masivo; si la explotación del trabajo ajeno es la clave del éxito económico, la democracia electoral es un suicidio ritual; si el salario mínimo es la medida de los pobres, las fábricas son las parteras del suicidio; si las drogas le dan liquidez a la economía y ponen y quitan gobiernos a su antojo, la política es la Constitución del suicidio; si la expropiación de los recursos naturales mata de hambre o deja en la miseria a poblaciones enteras, la cultura es la Celestina del suicidio; si la traición es una forma de hacer política o de modificar la correlación de fuerzas, las políticas públicas son el mea culpa del suicidio inducido por el Estado y son la última tentación de algunos genios.

Pero, Chris Cornell –fundador e ícono de “Temple of the dog”- compuso la táctica y estrategia para matar el dolor, cantando, y no dejar a nadie perdido en el caos de la sociedad durmiendo completamente solo, aunque eso significara esperar solo, Like a Stone, en el jardín de los sonidos. En su lecho de muerte anunciada, que es una iniciación simbólica en sus canciones, oró a los ángeles, los dioses y los demonios como un pagano cualquiera para encontrar la respuesta de quién de ellos sería el que lo llevaría al cielo, ese lugar pedestre en el que recordaba haber estado hace mucho tiempo durmiendo con una manta de luna llena, arrullando sus metáforas en almohadas de arena y plumas. Pero el tiempo le diría que los sueños por sí solos nunca serían la respuesta ni serían el ardid que hace la cama, porque la utopía necesita ser alimentada por magnas tetas colectivas.

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