René Martínez Pineda *
Como era de esperar en la sociedad del conocimiento que incita a consumir basura enlatada, la música de Cornell (considerado “los sentimientos” del grunge; Kurt Cubain: “las entrañas”; y Eddie Vedder: “el cerebro”) siempre recibió buenas críticas de los conocedores debido al gran peso melódico y letra oportuna y densa, por lo que la calidad no se traducía en éxito comercial, pero sí en éxito musical, el verdadero éxito al cual apuntó el ex-vocalista de Soundgarden porque ser él mismo es todo lo que podía ser y hacer: el mejor en su rama, Like a Stone, dentro de la cual fue nominado para “mejor presentación vocal de rock masculino” en los Grammy de 2000 por su canción “Can’t change me”.
La policía investiga su deceso como un suicidio porque, por falta de instrucción notoria, su única fuente de explicación es el existencialismo que ha interpretado como tal toda muerte en soledad. Pero el existencialismo es un confuso horizonte comprensivo en el que no hay consenso sobre la posibilidad de lo imposible o la imposibilidad de lo posible que resulta ser la muerte, la propia y voluntaria muerte. Más bien hay que fundarse en la sociología de la muerte para entender el entorno fatal de espera como el que –pacientemente, Like a Stone- se apoderó del lecho de Cornell, quien hizo de la muerte, su propia muerte, una apología de la vida de los otros, quizá cansado de revelar –o quizá queriendo hacer un problema colectivo- el mito de Sísifo en cada fina denuncia de la soledad que cargaba de habitación en habitación, de concierto en concierto, denuncia que no tenía nada que ver con la nostalgia como simple metafísica de ángeles y demonios irreales, ni con la moral del existencialismo sartreano. Las letras de sus canciones y el tono de su voz son, más bien, un volar por encima de la tormenta; una lógica del absurdo de hacer crecer plumas bajo la lluvia; una táctica para que el piso desnudo que es frío como el infierno no lo tuviera perdido detrás de las palabras que sí supo encontrar para encontrarle sentido a una vida que parece sin sentido. Pocos pueden hacer eso.
Con distintos ímpetus y duración todos hemos sentido, al menos una vez, esa sensación de sin sentido, de vacío, de locura por vivir en una sociedad que asesina, discrimina y difumina. No necesitamos leer a Kafka o a Poe para vivir esa desolada experiencia porque la sufrimos a la vuelta de la esquina, o en la multitud de un concierto indecible, o en una fría y húmeda tarde de una habitación llena de vacío en la que esperamos pacientemente, Like a Stone, que alguien se arrastre en nuestro mundo y nos lleve lejos, a otro mundo. Y entonces, como Cornell, no sabemos siquiera si debemos quedarnos en lo más profundo de nosotros o pedir asilo en otro cuerpo.
Todos sabemos que después de cada dolor sufrido intensamente descubrimos el significado del cansancio de Sísifo, porque el dolor es esencialmente irracional, no importa que lo codifiquemos con metáforas que tarde o temprano se derrumban: “intento pensar en el dolor como en un grito”, dijo, Cornell, quien era conocido por su potente voz de barítono, con un timbre oscuro fuera de este mundo, llena de notas agudas y una vocalización versátil que se sumergía, con nostalgia y fiereza, en su pecho –símbolo universal del dolor y del amor, al mismo tiempo- lo que le daba un rasgo intenso y un tinte áspero a su forma de cantar, convirtiéndola en un suicidio ritual al estilo del suicidio del que habló Roque Dalton quien, como él, estaba en medio del que era y de lo que queríamos que fuera. En ambos casos, el suicidio no tiene nada que ver con quitarse la vida como acto único. Según los expertos, Cornell tenía un rango total de Do#2 a La5, y tenía un poco más de tres octavas y media de extensión vocal.
Ese dolor irracional como grito lo descubrimos en las distintas artes, desde Kafka a Dalí; desde el “Romancero Gitano” hasta “El coronel no tiene quien le escriba” y “La divina comedia”; desde el “Ensayo sobre la ceguera” hasta los Moais de Rapa Nui; desde Sísifo, como mito de la dolorosa y repetitiva conciencia humana, hasta la mujer anónima que, todos los días, se rompe la espalda en la maquila; desde “El extranjero” hasta “Like a Stone”, ejemplos en los cuales descubrimos cómo, usando máscaras, podemos negarnos a enmascarar los sentimientos y aceptar morir por la verdad apresurando su llegada. Así como Meursault –el extranjero de Camus- Cornell, a pesar de ser considerado uno de los mejores y más admirados vocalistas de la historia del rock, era un extraño para la sociedad en que vivió; deambulaba por un laberinto solitario y sensualmente oscuro, mas no era apático a la sociedad que lo rodeaba.
Pero, pensar el dolor como un grito no nos convierte en suicidas en el sentido del existencialismo, así como no es un suicida quien, drogado o alcoholizado, se lanza de un sexto piso creyendo que a un metro está el mar, porque sociológicamente el suicidio debe ser, para contarlo como tal, un acto racional en el momento de mayor lucidez, ya sea porque es insoportable la experiencia del absurdo o del hastío, o porque esa es una forma de garantizar la vida de otro o los sueños de otros. En ese sentido, el itinerario y condena de Sísifo parece ser una alegoría del hastío o absurdo moderno que invita al suicidio: condenado a perder la vista y a empujar perpetuamente un peñasco gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer rodando hasta el valle, desde donde debía recogerlo y empujarlo nuevamente hasta la cumbre y así indefinidamente. Levantarse, bus, marcar tarjeta, ocho horas de trabajo; salir, bus, cena, cuatro horas de televisión, dormir… un mismo día repetido siete veces con distinto nombre. Hasta que un día saltan las preguntas: ¿por qué? ¿Para qué? Y entonces la confiable rutina se derrumba y nace la avispa de la conciencia. En algunos, esa colisión del nacer de la conciencia los lleva a decidir entre matarse o seguir viviendo de otra forma. Suicidio o resurrección, y entonces unos deciden morir para seguir viviendo y otros deciden, simplemente, formalizar su muerte. Alguien escribió: vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.