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Literatura Centroamericana: La página en blanco

Armando Molina

Escritor

Ser escritor en los Estados Unidos es una empresa extremadamente difícil. Ser un escritor centroamericano es un acto de fe. Esto es categórico. Lo cierto es que esta afirmación bien podría extenderse hacia todos los niveles de la sociedad centroamericana, look pero me ajusto a la condición de escritor porque es la que mejor conozco.

Desde que tengo memoria recuerdo los motes y comentarios negativos relacionados a la condición de escritor: fracasado, case loco, discount vago, perdedor, pasando por otros menos amables. Y aún comentarios como el siguiente: ser escritor es un pasatiempo para ricos. Nada más alejado de la verdad. Obviamente nada de ello hizo mella en mi decisión de convertirme en escritor algún día; ni siquiera los cuatro o cinco títulos que, a decir de la sociedad centroamericana, son los únicos que cuentan: doctor, ingeniero, abogado, arquitecto, licenciado, y algún otro que últimamente habrá ascendido a tan privilegiada categoría y que ahora desconozco. Confieso que la decisión de convertirme en escritor fue para mí un ritual doloroso, si bien es cierto uno de liberación del espíritu. Con el correr del tiempo llegué a aprender que habría otros obstáculos aún más dolorosos que la decisión de convertirme en aquello que ahora veo como un acto de fe.

Siempre he odiado las etiquetas, la clasificación, los sistemas y su insidiosa nomenclatura. Hasta la fecha me niego a someterme bajo la ambigua sombra de una elegante etiqueta, no sin antes oponer resistencia en grado sumo, y así hasta inevitablemente capitular bajo el peso de alguna ominosa categoría que desglosa mi humanidad. Cuando era chico pensaba que había escritores. Y sólo eso. Más tarde mis mayores y maestros me dijeron que existían escritores salvadoreños y mexicanos, argentinos y colombianos, europeos y americanos, asiáticos y africanos. Hasta hoy, me resulta difícil aceptar tamaña incongruencia; y me pregunto: ¿cuál es esencialmente la diferencia entre un escritor africano y un brasileño? No miento al decir que sigo sin comprender la diferencia. A lo mejor soy como los indios Hopi del suroeste norteamericano, en cuya lengua no existe la palabra artista. Los Hopis se refieren a esa peculiar condición que nosotros conocemos con el nombre de artista, por medio de un binomio de ecos mitológicos cuya interpretación ontológica sería: Hombre-espíritu.

Podría pensarse que estas ideas poco originales nada tienen que ver con la literatura centroamericana. He ahí de nuevo las etiquetas. Pero si nos fijamos bien, baste que declare que nací en El Salvador y que practico el arte de escribir. Por otro lado, he pasado buena parte de mi vida hilvanando vidas ajenas y amores inventados; es decir: dándole coherencia a mi vida a través de mis escritos. Y así como yo, otros miles en Centroamérica bajo el mismo predicamento, y otros millones más por el resto del planeta.

Recientemente durante el transcurso de una entrevista  me preguntaba un periodista si yo creía que la literatura centroamericana está en crisis; a lo cual le rogué que ampliara un poco más sobre a qué se refería al hablar de crisis. ¿Creatividad? ¿Continuidad? ¿Enfermedades naturales? En el mundillo artístico-literario se habla con frecuencia de la muerte de la novela y la decadencia del arte. ¿Se tratará acaso de la desaparición total del arte y la literatura; o es solo el proceso natural de renovación y metamorfosis? El arte es así; desconoce etiquetas, nacionalidades y predicamentos. El arte es la mayor felicidad del hombre, se ha dicho en más de una ocasión. Y es cierto. Yo la llamo la utopía perfecta, pues a mi juicio la persecución de su ideal jamás se agota.

Evitando caer en disquisiciones filosóficas o históricas sobre el desarrollo de la literatura centroamericana, diré sencillamente que la misma es un hecho en sí en el Istmo. Si bien es cierto en nuestros territorios el arte y la literatura han padecido el asalto de conflagraciones ideológicas y de ornamentaciones académicas intrascendentes, la verdad es que ambas permanecen intactas. La literatura centroamericana, en su versión occidental, es un hecho desde hace un par de siglos y del conocimiento de muchos estudiosos. En contra de la miopía intelectual y los fulminantes dictámenes del historiador español Américo Castro, quien hasta 1947 aún aseveraba que la región centroamericana carecía de relevancia histórica debido a que solo el uno por ciento de su población era blanca, se yergue la avasallante figura de Rubén Darío. Contundente contra argumento. Qué decir del exquisito dandi guatemalteco Gómez Carrillo, y de su apasionado contemporáneo Cardoza y Aragón. En esa misma línea encontramos a Arturo Ambrogi, fino cronista salvadoreño quien durante su juventud fue amigo íntimo de José Ingenieros y amigo de Rubén Darío quien lo inició en las lides de la literatura. Ahí están los cosmopolitas Miguel Ángel Asturias, de Guatemala, y Froilán Turcios, de Honduras, mentes diáfanas de su época. Joaquín García Monge en Costa Rica, pilar fundamental del periodismo cultural a mediados del siglo XX y fundador de ese hito literario que es Repertorio Americano en cuyas magníficas páginas se dieron cita las más preclaras mentes de la lengua española de América. Se pensaría que estos argumentos bastarían para desembarazarse de paternalismos absurdos e incómodos de parte de aquellos que aun siquiera han alcanzado cohesión en su propio discurso, y quienes también padecen nuestros mismos males endémicos. Pero no se trata de señalar con la pluma las anomalías y deficiencias de los demás, se trata más bien de poner en contexto nuestros propios logros en los asuntos del arte y la literatura y de arrojar luz sobre sus hacedores y oficiantes. Nuestras pequeñas naciones ya no son lo tan jóvenes como para seguir justificando nuestra propia negligencia en estos aspectos y del estado de abandono de nuestra posición e imagen ante el mundo. He ahí nuestro reto. Y se trata de asumirlo sin aspavientos; con humildad y entereza; de echar a andar sus olvidados mecanismos –que son los mismos que se ocupan al otro lado del mundo— y de hacerlo de la mejor manera posible: con toda la pasión que en nuestro espíritu suscite. Justa medida para semejante menester que es la práctica de la literatura.

Entonces, sabemos que la literatura en América Central no está en crisis o padece por falta de artistas; sabemos que tampoco se trata de ajustarse a los patrones y esquemas que sugieren las cuestionables hegemonías culturales. Si no, preguntémonos con honestidad: ¿cuáles son los problemas que encaran la literatura venezolana, la mexicana, la argentina o la chilena en la actualidad? ¿Acaso no son los mismos que los nuestros? Bastaría un sucinto inventario: la falta de lectores, el epidémico analfabetismo de nuestros pueblos, el constante vapuleo de la publicidad, y la cháchara intrascendente en los medios masivos de comunicación. Estos predicamentos son los mismos desde Alaska hasta Tierra del Fuego.

De lo que sí padecemos profundamente en América Central es de un arraigado provincianismo que se manifiesta en divisiones y posturas. Es ese justamente el fantasma a exorcizar. Como también deshacernos de los paternalismos inadecuados provenientes de hegemonías culturales cuestionables, para mejor juntos buscar soluciones comunes a nuestros problemas comunes.

Por otro lado, ¿cómo deshacernos de la percepción de nuestra literatura como una de temática rural, de aliento testimonial, y conocida por el tratamiento “naturalista” de la inherente pobreza de nuestros campesinos? Hay quienes han practicado esta literatura hasta el hartazgo. ¿Es realmente esa la única literatura centroamericana? ¿La más representativa? ¿O existe algo más allá que remonta esa persistente percepción generalizada? ¿Por qué es que no sabemos (o no queremos saber) de otra clase de literatura que se produce en el Istmo? Durante los duros años de la Gran Depresión en los Estados Unidos, algunos críticos sociales achacaban a Hemingway su falta de sensibilidad hacia la gran desgracia del pueblo estadounidense al dedicarse a escribir cuentos de toreros, cazadores y soldados; otros, como John Dos Passos, enfocaron la tarea social, pero plasmándola con una gran dosis de arte, y ambos aportaron algo nuevo a la literatura americana. Los resultados están ahí para nuestra corroboración. El arte es así, dije en un principio, desconoce etiquetas y críticos vociferantes.

Lo cierto es que hasta la fecha ha resultado cómodo percibir la literatura centroamericana como una de temática testimonial por excelencia, y por lo tanto una de tono menor, han dicho algunos críticos especializados. Si no, echemos un vistazo a los nombres que representan nuestra literatura ante el mundo. Desde que di mis primeros pasos en este oficio sabía que mi intención ulterior sería la de convertirme en “escritor”. Sencillamente. Y así lo he mantenido hasta hoy. Y sin embargo…

Ciertamente, definir el rostro cultural de un pueblo jamás ha sido tarea fácil; afrontar la profundidad y envergadura de tal empresa es la visión de aquel soñador que ansía idealismo y acción en su vida. En el empeño convergen el talento y el tesón, el desinterés y la capacidad, la desazón y el recomienzo. ¿Cómo reiterar con mayor vehemencia la necesidad de conocernos mejor? ¿Cómo insistir más en la urgencia de entablar un verdadero diálogo entre nosotros mismos sobre nosotros mismos? De todas esas preguntas y entre los escombros de viejos posturismos agonizantes surgirá el nuevo y verdadero rostro de la literatura centroamericana; una literatura desligada de estólidos lastres ideológicos y libre en su esencia e imaginación. Aquello que dijimos constituye la mayor felicidad del hombre.

Hasta recientemente la presencia centroamericana en los Estados Unidos ha tenido miles de versiones pero una sola constante: sobrevivir. Pero ¿quién no la tuvo antes que nosotros? ¿Quién no la tiene aún? Sabemos varias cosas: atrás han quedado la nostalgia del terruño y los recuerdos de la infancia, la tristeza de la miseria y el hambre, la violencia y el horror de la guerra. En nuestros países, como en todas partes del planeta, viejos antagonismos desparecen mientras otros nuevos acechan. Existe hoy día una inmensa mayoría centroamericana cuyo rostro físico acostumbramos ver asociado al crimen, la indigencia y la ignorancia. Sí, todo eso somos. Pero en eso no estamos solos. ¿Podríamos mencionar un lugar en el mundo donde lo anterior sea cosa del pasado para su gente? Solo tenemos que echar una mirada a nuestro entorno. Sabemos entonces el camino a seguir: La historia la crearemos nosotros mismos, con nuestros propios héroes y nuestras diversas versiones del mundo. Ello es imprescindible. Tenemos claro que no podemos dejarlo para más tarde o para estudios académicos o consignas oficiales. De esto estamos más que seguros. El arte y la literatura son sinónimos de vida, manifestaciones de humanidad. ¿Podría concebirse un mundo sin arte? He ahí el horror. Yo daría cualquier cosa por plasmar la emoción del momento con las palabras justas, la profunda sorpresa al enfrentarme al rostro de lo bello y lo sublime. He ahí mi condición. Siempre al encuentro de la utopía perfecta: esperándome en la insondable profundidad de la página en blanco.

Ver también

Nacimiento. Fotografía de Rob Escobar. Portada Suplemento Cultural Tres Mil, sábado 21 de diciembre de 2024