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LIUR Y EL MUNDO DE LA RESURRECCIÓN.

EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA

 

Mejor contemos cuentos.

 

 

 

Por Eduardo Badía Serra,

Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.

 

Hay hombres que afirman que no hay resurrección. Otros piensan la resurrección como una reencarnación para purificarse a sí mismos, y así pretenden negar la realidad de la muerte. Pero ello todo es un escape, un escape que pretende liberar al hombre de la carga, de la culpa y de la muerte, y con ello, de la angustia que les acompaña. Vano intento. El mundo está para la resurrección, para encontrar otros mundos, aunque para ello haya que esperar largamente. Revivir es retornar pero bajo el signo de un “yo” diferente, vivir de otra manera, como los Lázaros, cualquiera de ellos, que fueron sin ser y luego de la muerte fueron siendo…………………y como Liur.

 

¿Quién es Liur?

 

Yo estuve una vez en el mundo de Liur, después que me tragó la selva. Me sumergí en el cono de luz de mi pasado, y surgí de nuevo a un mundo fantástico, ese mundo de Liur, un mundo mágico en el que, a pesar de todo, moraba la angustia.

 

A mi llegada conocí a Liur. Era una hermosa joven, casi una niña, diría una adolescente. Alta, esbelta, delgada, fina, suave, tersa. Los colores de su cuerpo eran para mí desconocidos; irradiaba ella una ternura inusual. Se identificó a base de ademanes y de extrañas palabras. Siempre sonriendo, la bella Liur, mi primera compañera en el cono de luz de mi futuro, insistía en hablarme, con signos cortos, en un lenguaje extraño, que, poco a poco, fui comprendiendo. Su cuerpo era un bello cuerpo de mujer, que incitaba al amor en su suma pureza, un amor elevado, indescriptible. No tenía un sólo cabello. Al cabo de algún tiempo, Liur se identificó. Era mi compañera.

 

El mundo de Liur había existido por un tiempo infinito, a tal grado infinito que se había detenido. En él no había ya posibilidad de evolución alguna. Su lengua era franca. La llamaban Lei. Todos los habitantes de ese mundo se agrupaban en pequeñas Lrat, que eran como comunidades relacionadas situadas entre dos avenidas. El mundo de Liur tenía entonces cinco Lrat, en las que en cada una se hablaba una lengua propia, su propia Lei. A lo largo de mi estancia en ese mundo mágico, Liur me contó muchas historias, tratando con ello de explicarme su realidad. Un día, me contó la siguiente:

 

“Utn concibió de Sbe, a espaldas de Ra, a Sir, Hur, Tee, Sis y Tyit. Tee, envidioso porque Sis se había desposado con Sir, metió a este en un cofre y lo lanzó al río. Sis lo encontró ya muerto y despedazado, esparcido en pedazos por todas partes. Sis lloró junto a Tyit. Pero Ra, compadecido, envió a Niub a reunir los pedazos, ayudado por Hur. Sis abanicó suavemente el cuerpo de nuevo reunido de Sir, y este volvió a la vida, reinó en un mundo extraño, y administró justicia en el juicio de todos los muertos. En la primera resurrección de Sir, surgió un pueblo bajo una promesa de vida eterna, siempre y cuando a cada muerto hicieren lo mismo que Ra hiciera con Sir”.

 

Este es su pueblo, pensaba yo, pero lejos estaba de comprender la magia y el encanto que guardaba el pueblo de Liur. El pueblo de Liur era entonces producto de la resurrección primera de Sir. Al comienzo, caminaron, me decía, desnudos, sin hogar, sin propósito, sin saber, confundidos; siempre iban hacia un solo rumbo, hacia el mismo rumbo, al final del cual esperaban el alumbramiento de su destino, y sabrían al fin cuál era su propósito y su fin.

 

Pero Liur me hablaba también de otra resurrección, de una resurrección diferente, de una resurrección final. Cuando me hablaba de esta, su rostro se oscurecía y aparecía en ella la tristeza, con su compañera, la angustia. En tales momentos parecía que al unísono se establecía una especie de jerarquía del dolor en el mundo de Liur. Aparecían los veneros del dolor en las conciencias lúcidas de aquellos seres, en la afectividad de las personas, en su gregariedad.

 

Viví muchos momentos en el mundo de Liur. Un día me condujo hasta la plaza de los Elementales. Liur me contó que allí se encontraba la explicación del origen de su pueblo. En ella vagaban eternamente las figurillas y las formas de gnomos, ninfas, sílfides y salamandras en los que se habían desdoblado los cuatro elementos, la tierra, el aire, el fuego y el agua. Estos tomaron forma corporal un día, antes de la infinitud y de la eternidad, antes de la extensión y de la duración, de gnomos, de ninfas, de sílfides y salamandras. Sus formadores etéreos, Neptuno y Lunara, Elios y Vestales, Thor y Aries, y Pelleur y Virgo, decidieron hacer corpóreas sus formas divinas, y así lo hicieron, materializando la historia, para lo cual fueron derramando ondinas y nereidas, salamandras y salamandrinas, sílfides y silcos, gnomos y nominas. Estos se dedicaron a jugar, desenfrenadamente, inicialmente asombrados y asustados por la belleza y los placeres que les ofrecía la naturaleza; y lo hicieron sin control, sin recato, sin prever el futuro, hasta que fueron acercándose en los juegos, y sintieron los hálitos de los unos y los otros, y se agradaron, y se palparon, y entonces se mezclaron materialmente, poseyéndose con desenfreno todos entre todos, y dieron rienda suelta a sus morbosas sensaciones. Entonces fueron confundiéndose gnomos, ninfas, sílfides y salamandras; y ya no fue posible distinguirlos. Y todos fueron uno, y entonces igual se mezclaron los elementos, la tierra, el fuego, el aire y el agua, y de ahí surgió un pueblo inextenso, eterno, y por lo tanto, infinito. Ese fue el pueblo de Liur. Por eso consagraban tributo a los Elementales, originados en los eternos Neptuno y Lunura, Elios y Vestales, Thor y Aries, y Pelleur y Virgo, a los cuales había siempre que llamar por su nombre, y con los cuales sólo se podía hacer contacto insustancialmente. El pueblo de Liur había estado, por eras, llamando de nuevo a sus etéreos, para pedirles que los retornaran a su otra naturaleza. Aún entonces esperaban.

 

Algo pasó. Algo se supo. Algo llegó. Ese día, Liur se me apareció ansiosa, urgida, con una angustia ya superlativa. Me tomó de la mano, me miró fijamente, con un amor insuperable, con una ansiedad indescriptible. Trataba de decirme algo, de comunicarme algo. Me llevó al llano, al Llrat de sus mayores, y me habló del encuentro, del momento esperado. Sus gestos  eran más armoniosos que nunca…..sus movimientos superaban toda clase de armonía….su cuerpo, perfecto, sincrónico, maestro….

 

Liur me habló: “Han pasado tres mil seiscientas eras, –me dijo-. Ha llegado el momento del despertar, de la iluminación. Un cinturón nos circunda y nos hará culminar, haciéndonos etéreos. Entonces habremos de suspender el movimiento. Vendrán tres mil seiscientas eras de oscuridad, durante las cuales estarás guardado, hasta que llegue la tercera venida. Allí te volveré a encontrar. Mis gentes se preparan para el choque. Lo hemos esperado. Es el poder manásico. Debo hacer mi misión. Me haré impura al contacto con tu carne, para poder preservar nuestra naturaleza”.

 

Liur me veía, se agitaba, se iluminaba. Me tomó de las manos, y viéndome a los ojos, me susurró: “Te he amado”. Acto seguido, me poseyó, haciéndome concebir……ese era su propósito…..esa era su misión.

 

Inmediatamente después, tuve una visión fantástica, algo increíble, insuperable, irrepetible, único: Un choque cósmico colosal. Quedé guardado, fértil. Liur me había hecho concebir. Mi gestación durará sesenta veces sesenta eras. Entonces volveré a verla. Por ahora, no sé dónde me encuentro. ¡Larga espera….la mía, y la de Liur……!

 

¡Hay resurrecciones y hay resurrecciones! Mientras no se den estas, el hombre no vivirá para la vida. El pueblo de Liur resucitó después de tres mil seiscientas eras….Larga espera. Confundió sus Elementales, y apareció en él la tristeza, y esa su condenada astuta compañera, la angustia. Así, el pueblo de Liur vivió en su maravillosa expresión exterior, bajo el signo, sin embargo, de la angustia, esperando el momento de la tercera venida, del choque, del poder manásico, que los hiciera resucitar y ser de nuevo ‘seres-para-la-vida’.

 

Para dejar la culpa, la carga y la muerte, causas puras de la angustia, hay que resucitar. Pueblos de Lázaros y de Liures deben revivir, deben resucitar, para entonces exteriorizar su propio “yo” interior y ‘ser-en-él’ y no ‘ser-en-el-otro’. Nosotros, pueblo lleno de angustia, eternamente triste, debemos resucitar, aunque ello signifique esperar tres mil seiscientas eras, para así expulsar definitivamente nuestra carga, nuestra culpa, y vivir para la vida y no para la muerte.

 

 

 

 

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