LLEGÓ LA TARDE
Álvaro Darío Lara
Una de las radicales supersticiones que acompañaron siempre mi temprana incursión en la lectura, fue la de prescindir de cualquier prólogo o estudio, por muy enjundioso que fuera, antes de iniciar una obra de mi interés.
Tenía la religiosa convicción (y creo tenerla aún) que la obra se hace justicia por sí misma. Sin ningún preámbulo, que nos arrastre al prejuicio. Por supuesto, el tiempo me enseñó, después, que no era ni infalible (como el Romano Pontífice) ni inmortal (como Menén Desleal).
Así que, alguna necesaria concesión y flexibilidad, vino con los años y sus implacables palos. Confieso que una excepción, en esa férrea juventud que tuve, fue cuando me enfrenté a una apretada edición de la bien recordada Salvat, el título «Últimas tardes con Teresa» (Premio Biblioteca Breve, Seix Barral, 1965) del barcelonés Juan Marsé (1933-2020), fallecido recientemente.
Por un accidente involuntario, leí de un tirón la presentación del libro a cargo de Vargas Llosa. Lo expresado por el entonces, también joven, literato peruano, no sólo estaba muy bien argumentado, sino que tenía otra virtud: era cierto. Lo supe al concluir la novela que me llevó a seguir a Marsé hasta «Rabos de lagartija» (edición limitada, E. Lumen, 2002). Una travesía, sin duda, que debo continuar con sus últimos libros.
El novelista dio muestras, a partir del texto de marras, de una inequívoca renovación en su lenguaje (ya había escrito dos novelas anteriormente), una fuerza y un brillante dominio en la construcción de su entramado argumental, donde exponía las contradicciones humanas, con gran belleza e ironía.
Dice Vargas Llosa en un fragmento de aquella pieza introductoria («Una explosión sarcástica en la novela española moderna», París, enero de 1966): «Leyendo Últimas tardes con Teresa, he tenido la impresión de asistir a los minuciosos e impecables preparativos de un suicidio que está cien veces a punto de culminar y que siempre se frustra en el último instante por intervención de esa oscura fuerza incontrolable y espontánea que anima las palabras y comunica la verdad y la vida a lo que toca, incluso a la mentira y a la muerte, y que constituye la más alta facultad humana: el poder de la creación. Pocas veces ha reunido un autor tan variados y eficaces recursos para escribir una mala novela; por eso mismo resulta tan asombrosa la victoria de su talento sobre su razón. El libro, en efecto, no sólo es bueno, sino el más vigoroso y convincente de los escritos estos últimos años en España».
En las primeras páginas (las que irremediablemente atrapan, o no, al lector avezado), hay unas pinceladas maravillosas sobre el bendito «Pijoaparte», el joven arribista del papel protagónico: «El color oliváceo de sus manos, que al encender el segundo cigarrillo temblaron imperceptiblemente, era como un estigma. Y en los negros cabellos peinados hacia atrás había algo, además del natural atractivo, que fijaba las miradas femeninas con un leve escalofrío: había un esfuerzo secreto e inútil, una esperanza mil veces frustrada pero todavía intacta: era uno de esos peinados laboriosos donde uno encuentra los elementos inconfundibles de la cotidiana lucha contra la miseria y el olvido, esa feroz coquetería de los grandes solitarios y de los ambiciosos superiores».
Marsé perteneció a la generación del 50, que desafió en ideas, actitud y obras, la acartonada y anémica cultura del franquismo imperante. Los autores españoles de esa época, en especial los barceloneses, produjeron una muy pujante literatura. La generación del 50, la conformaron, entre otros autores: Juan y José Agustín Goytisolo, Carlos Barral, Vázquez Montalbán, Terenci Moix, García Hortelano, Jaime Gil de Biedma, Ana María Matute y el propio Juan Marsé. Sin duda, una novelística, la de Marsé, muy influyente, en los escritores de lengua castellana, posteriores ¡Hay que leerlo y releerlo!
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