ADL
Al poeta Luis Alvarenga
A principios de los años noventa, se instaló muy cerca de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, en San Salvador, un café-literario que pronto se convirtió en un sitio preferido para la tertulia y la actividad cultural y artística del país. Vivíamos los últimos tramos de la guerra civil.
Y fue precisamente, en ese espacio, en “Códices”, donde conocí al poeta Heriberto Montano (1950-2007), quien el pasado 23 de agosto cumplió dieciséis años de haber trascendido de esta Casa de las Criaturas, y a otros singulares promotores culturales, artistas y activos comunistas. Entre estos últimos, al recordado y agradabilísimo Armando Herrera, el “padre” de aquello que se dio en llamar “Concertación Cultural”, un notable esfuerzo por unificar las distintas agrupaciones culturales de la época, en torno a una divisa común: el apoyo a la solución político-negociada del conflicto, como se decía en ese distante ayer.
En más de una ocasión me he referido a la arraigada costumbre judío-cristiana de santificar a los muertos. Basta que uno franquee la puerta que nos conecta a otro plano, para que en vida, todos hayamos sido: nobles, generosos, amigables, en fin, un dechado de virtudes. La realidad no siempre es así. Pero, veamos la siguiente historia.
En honor a la verdad, debo decir que el Montano que conocimos, tanto yo, como los jóvenes poetas de esos años, fue el de un cuarentón de pocas palabras, más bien hosco, y de modales nada agraciados. Sus mismos amigos y compañeros, narraban historias donde Montano, aparecía como un rudo vaquero del lejano Oeste; y esto es un decir, ya que sus escenarios en realidad -fuera del país y de la Santa Tecla que tanto amó- fueron los de la ex Unión Soviética y los de la Nicaragua sandinista.
De muy escasas palabras hacia los jóvenes (y en general, hacia todos), Montano, más bien, hacía gala de cierta soberbia y de un extraño y limitado humor monosilábico que aparecía de cuando en cuando, en un vocablo o en una frase lapidaria.
Con los días fuimos dándonos cuenta que Montano, no era lo que parecía – un activo personaje de la lucha libre nacional- sino al contrario, un hombre de carácter serio, pero muy sensible y hermano en el fondo, para quien nosotros éramos, por aquellos tiempos, unos mozalbetes, aprendices de poetas. Así, cuando lo embromábamos con Luis Alvarenga, Montano, apenas esbozaba una sonrisa (más bien una mueca) volviéndose –rápidamente- indiferente; aunque en alguna oportunidad lo hicimos rabiar, y decirnos acres palabras, que, en lugar de molestarnos, nos provocaban –pícaramente- sonoras carcajadas. De esto podría dar fe, si aún estuviera entre nosotros, el de nuevo recordado Armando Herrera, “el gato”, un agradable y fraterno amigo y compañero del ayer.
Luego el tiempo, y la ocupación en otros quehaceres y responsabilidades, no hizo posible, la continuidad y desarrollo de aquella relación. Aunque a medida que fuimos ganando años, Montano, se nos presentó menos distante, y casi cordial.
Hace ya años, cuando en Guatemala, recibí la noticia de su prematura muerte, no pude dejar de recordar aquellos juveniles días, donde poesía y país iban tan de la mano.
Heriberto murió, como sabemos, a causa de una fatal y degenerativa enfermedad, que velozmente minó su cuerpo. Recuerdo que antes que su salud se deteriorara, asistí a un recital que ofreció en un centro de educación superior de Santa Tecla.
Era una noche, que, en la memoria, se me presenta con lluvia y con fresca brisa. En esa ocasión le escuché leer poemas maravillosos, dedicados a la ciudad de Santa Tecla, y a sus personajes de ensueño y de neblina. Nunca había conocido versos suyos tan hermosos e impactantes. Era él, y no era él. Era esa misteriosa transfiguración que sólo la poesía puede crear.
Hace unos años, una tarde de hogareñas compras en Santa Tecla, muy cerca del Parque Daniel Hernández, encontré, en las ventas de acera (que lamentablemente han desaparecido, al ser desalojados con lujo de matonería por parte de las autoridades municipales, los vendedores de tesoros bibliográficos) un libro maravilloso, que en su momento de publicación nunca compré, ni leí.
Se trataba de “La Ciudad y la Neblina”, de Heriberto, editado por la fenecida Fundación Poetas de El Salvador, al frente de la cual se encontraban: Federico Hernández Aguilar; su madre, Paulina de Hernández, Nick Mahomar, Manuel Umaña, el desaparecido pintor y gran amigo, Toño Lara, y el poeta pop Mario Noel Rodríguez (así lo llamaba cariñosamente, y quizás con justicia literaria, el fallecido escritor Waldo Chávez Velasco).
Editado en Imprenta y Offset Ricaldone, el libro fue patrocinado por Márgara Simán, Rodrigo Brito y el mismo Federico Hernández Aguilar.
El volumen se encontraba en medio de diversas piezas mecánicas, planchas, discos compactos piratas, zapatos, estropeados celulares, bombillos, extensiones eléctricas, textos escolares desfasados, biblias, manuales de brujería y recetarios culinarios. Una capa de polvo y suciedad lo cubría, volviendo más oscuros y menos azules, los pinares de la portada.
Compré el libro por pocas monedas. Y luego se inició la aventura. Debo decir que pocos libros de poesía publicados. en los últimos veinte años, resultan tan valiosos como “La ciudad y la neblina”. El libro compuesto por sesenta y siete poemas, constituye una perfecta unidad temática y estilística de la mejor poesía.
En “La Ciudad y la Neblina”, Heriberto recupera la ciudad mítica de Santa Tecla, con sus parques y mercados; con sus portales y fiestas; con sus “mujeres públicas” y sus actos patrios; con sus borrachos, con sus dementes, con sus poetas; con sus héroes y sus esbirros. Pero también arde en sus páginas, el fuego de sus ancestros, sus primeros amores y sus entrañables amigos. Es decir, la flor multicolor de la belleza y de la miseria abriéndose hacia el sol y hacia la noche, en cada esquina, en cada casa, en cada plato caliente.
Su poesía, reivindica la historia cotidiana, la anécdota, las emociones primeras del niño y del púber en medio de una sociedad todavía provinciana, donde las voces de la modernidad aún eran lejanas, donde éramos más felices, quizás por ser más primarios en todo. El dolor era dolor; y la alegría, alegría; sin tanto engaño y sin tanto matiz como en la actualidad.
En un estilo limpio, conversacional, que ahonda en la natural metáfora de lo popular, “La Ciudad y la Neblina” es un libro de añoranzas, de nostalgia, de viva melancolía, por ello su tono triste, elegíaco, que me hizo recordar por momentos la poesía de José María Cuéllar, por su peculiar manera de poetizar la infancia; o al poeta Ítalo López Vallecillos, por aquel “nosotros”, tan hondo en humanidad.
¡Cuántos secretos encierra el corazón de un poeta! Bajo una apariencia adusta, en Montano, se escondía un terrible niño, un sorprendente mago, capaz de hacernos derramar lágrimas de la más pura emoción. Era Heriberto, el poeta, ahora ausente, pero eternamente vivo en sus versos.
Hay que publicar nuevamente “La Ciudad y la Neblina”. Ojalá el futuro traiga otras municipalidades para Santa Tecla, comprometidas con su historia, con la cultura y el arte. Municipalidades interesadas por promocionar la obra de sus poetas, escritores y artistas, en vez de cerrar los espacios culturales y dar palos a los más humildes.
Así mismo la memoria de Heriberto Montano debiera ser inmortalizada en un parque, en una calle o en una escuela de la ciudad tecleña.
Sus poemas deben llegar a los planes escolares, para que los salvadorcitos del mañana conozcan quién fue y qué escribió, uno de los más preclaros hijos de esta hermosa y sufrida Patria.