Álvaro Darío Lara Escritor
Lo que dice el Río Lempa.
Lindo, Ricardo.
Editorial Clásicos Roxsil.
El Salvador, 1990.
En 1990, la Editorial Clásicos Roxsil, publicó un hermoso libro del poeta y escritor Ricardo Lindo (1947). Vivíamos los últimos tiempos de la guerra civil, que tantas vidas humanas cobró, y que además, arrasó, en pueblos y ciudades, con buena parte de nuestro patrimonio cultural tangible. Bellas edificaciones como la casa de la Hacienda La Bermuda, sucumbieron ante la batalla entre tirios y troyanos.
En medio de esa cruel desolación, Ricardo Lindo, lanzaba a la luz de la imprenta un tomo ilustrado con mágicos dibujos del artista Salvador Choussy, que contenía una sentida dedicatoria a su madre: “Madre, no sé por qué pongo esta dedicatoria a la orilla de este libro Desde hace años escribo mis palabras para ti, aunque nunca te lo haya dicho, sabiendo que al dártelas para que las pases a máquina serás la primera persona en recibirlas, y con frecuencia la única. Y cuando he pretendido dirigirme también a otros, como es el caso de este libro, he pensado, antes de ponerlas sobre el papel, si tú vas a aprobar mis ideas y la forma de expresarlas”.
Apasionado por la historia, las leyendas y el mito que encierra esta extraordinaria “región del mundo”, Ricardo, recrea en cuarenta y siete textos, lo prehistórico, lo prehispánico, lo colonial y lo republicano del país. Construye y reconstruye la historia, pero desde el poder trascendente de la poesía. Por ello, ahonda en sueños, paisajes y auténticas fábulas, que conforman la médula de lo que aparentemente designamos bajo el sustantivo de realidad.
Desmitifica los héroes y pondera, por sobre todo, la estación de las flores, las tortugas, el justo juez de la noche y las tortilleras de Comasagua. Es decir, todo aquello que hizo exclamar a Salarrué: “Yo no tengo patria, yo no sé qué es patria: ¿A qué llamáis patria vosotros los hombres entendidos por prácticos? Sé que entendéis por patria un conjunto de leyes, una maquinaria de administración, un parche en un mapa de colores chillones. Vosotros los prácticos llamáis a eso patria. Yo el iluso no tengo patria, no tengo patria pero tengo terruño (de tierra, cosa palpable). No tengo El Salvador (catorce secciones en un trozo de papel satinado); tengo Cuscatlán, una región del mundo y no una nación (cosa vaga). Yo amo a Cuscatlán. Mientras vosotros habláis de la Constitución, yo canto a la tierra y a la raza: La tierra que se esponja y fructifica, la raza de soñadores creadores que sin discutir labran el suelo, modelan la tinaja, tejen el perraje y abren el camino. Raza de artistas como yo, artista quiere decir hacedor, creador, modelador de formas (cosa práctica) y también comprendedor” (Mi respuesta a los patriotas, 1932).
En ese sentido, “Lo que dice el río Lempa” se inscribe en una noble tradición que arranca, desde las mejores páginas sobre Cuscatlán, escritas por don Francisco Gavidia, Ambrogi, Herrera Velado, los Espino, Salarrué y Oswaldo Escobar Velado. Es una lírica auténtica, no contaminada por el fanatismo ideológico ni por las orejeras que impone la malsana política criolla.
Los héroes que levantamos a nuestra medida, ajenos totalmente a su condición de hombres reales, se desmoronan en estas narraciones. Así dice el poeta: “Nuestros héroes fueron culpables de más de un crimen monstruoso. Los hechos crueles de Francisco Morazán y Francisco Malespín que aparecen en estas páginas están documentados. Sus ideales fueron grandes, pero no concibieron otro argumento que las armas. También pertenece a la historia cuanto digo de nuestro primer Obispo, el intrigante y ambicioso Jorge Viteri y Ungo”.
De igual forma, afirma adelante: “Las páginas que siguen son y no son historia, son y no son cuentos. He tratado de hablar más de cuanto bello y bueno nos dejaron los hombres del pasado, de imaginar, a través de los objetos y los documentos, cómo fue aquí, en otros tiempos, la vida”.
“Por huevos o por candelas” y “Carta póstuma de Napoleón III”, nos instalan en esa atmósfera que crea un misterioso puente entre el país y Francia. El tema del primer relato es un enigmático europeo, radicado en El Salvador entre finales del siglo XIX y principios del XX: Justo Armas, propietario de una tienda de alquileres lujosos, quien impecablemente vestido, mostraba siempre sus pies descalzos. El famoso Justo Armas, sobre el que pesan fuertes sospechas acerca de su verdadera identidad, fundamentándola algunos, en el Emperador Maximiliano I de México.
Un libro que recupera la memoria de los poetas asesinados por la barbarie: Jaime Suárez Quemaìn, Rigoberto Góngora, Mauricio Vallejo y el titiritero Roberto Franco.
Ricardo Lindo, finaliza el texto, con esta confesión y credo: “He detestado las armas siempre. Creo en el bien común, en la necesidad de compartir los bienes de la tierra, y si tuviera fuerzas cantaría, como Virgilio, a la santidad del arado. Creo en el perdón de los pecados. Acaso un espíritu bienhechor se compadezca de nuestro mar teñido en sangre, de la belleza de las rocas vestidas del verdor del invierno, de los soldados y guerrilleros mutilados, campesinos todos, de las madres que los dieron a luz. Acaso se compadezca de nosotros, y establezca los dones de la paz en los corazones de nuestra patria pequeña, dulce y atormentada”.
Lamentablemente, no bastó la guerra fratricida, para contener la furia de la Ira. Firmados los acuerdos políticos, Cuscatlán ha continuado desangrándose, ahora bajo la noche oscura de la violencia delincuencial, fruto de las terribles deudas que la paz política no solventó, ni previno. Fruto de nuestra gran indiferencia social hacia quienes han llevado por siglos, el terrible yugo de la injusticia.
Como en un laberinto, a ciegas, vamos nuevamente, buscando la ansiada playa de la auténtica paz. Mientras nos caemos y extraviamos, qué alentador, qué esperanzador, resulta ir hacia la sabia fuente de nuestros autores, sobre todo, tratándose de la obra de uno de nuestros clásicos vivos: el poeta y escritor Ricardo Lindo, cuyo amor por Cuscatlán, tiene larga data en su prolífica y portentosa obra. Leerla es un don del cielo. Tener su obra, entre nosotros, un gratísimo privilegio.