Luis Armando González
En El Salvador –lentamente, pero con fuerza—, se va generando un clima de opinión favorable a la puesta en marcha de un diálogo político que dé paso a un nuevo Acuerdo de Nación. La conmemoración, en 2016, del XXV Aniversario de los Acuerdos de Paz de 1992 constituye una oportunidad única para diseñar un Proyecto de Nación, con la mirada puesta en el futuro, pero desde los intereses de los sectores mayoritarios de la sociedad. Es decir, de lo que se trata es de dar vida a un diálogo nacional que se conduzca a acuerdos sustantivos para cambiarle el rostro a El Salvador en aquello que ya dio muestras de agotamiento, principalmente en materia económico-social.
Por supuesto que en un diálogo político nacional se pueden debatir infinidad de asuntos, pero quizás necesario realizar –para no perderse en confusiones que impidan tratar los temas en el lugar que les corresponde— una delimitación entre aquello que tiene una naturaleza coyuntural y aquello que tiene una naturaleza estructural.
En el primer rubro, conviene ubicar aquello que es inmediato, aquello que es urgente, y que afecta directamente la vida de la gente, aunque no lo haga en igual medida para todos los sectores de la sociedad. Por supuesto, que en esta matriz tendrán que hacerse las jerarquías obligadas, pues no sólo hay cosas más urgentes que otras, sino que hay algunas que no podrán atenderse a cabalidad sin mirar la otra cara de la matriz, es decir, la que contempla los asuntos estructurales.
Además, en la matriz de lo coyuntural debe elegirse un criterio de jararquización que vaya más allá de los intereses de los grupos de poder económico, eligiéndose el criterio de bienestar de los sectores mayoritarios de la sociedad, especialmente de los grupos sociales más vulnerables y excluidos.
Este criterio es ético y político: está en sintonía con exigencias democráticas y derechos humanos esenciales, lo mismo que con exigencias constitucionales irrenunciables. Anteponer a este criterio, uno que haga prevalecer los intereses de los grupos de poder económico nos condenaría, como país, seguir reproduciendo espirales de exclusión que violentan la dignidad de las personas.
Por tanto, aunque a la hora de hacer la lista de prioridades a atender de manera coyuntural cada cual quiera imponer las suyas, el criterio (o principio) del bienestar de las mayorías debe ser el que lleve a determinar esas prioridades, lo cual se traducirá en el imperativo de implementar las acciones más eficaces (político-estatales, empresariales y sociales) encaminadas a atenderlas en el corto plazo.
Sin embargo, la atención de prioridades coyunturales (en materia fiscal, de seguridad, de pensiones, fondos para las alcaldía, etc.) no debe agotar todos los esfuerzos y energías en el diálogo político, pues este debe tener la mirada en la matriz de lo estructural.
Y es que en definitiva, los problemas coyunturales son síntomas de problemas estructurales, que son los que configuran la realidad de una nación en sus bases fundamentales. Ya se trate de dificultades económicas inmediatas (bajos salarios, costo de la vida, necesidades de empleo, etc.), de fallas educativas, de erosión en la convivencia social, de anomia, de inseguridad, de migración… Estas y otras situaciones que afectan la vida de la gente remiten a dinámicas estructurales que, de no ser abordadas, siempre brotarán en forma de crisis coyunturales que aunque sean atendidas dejarán sin atacada la raíz de los problemas.
Es inevitable, en esta línea de pensamiento, no prestar atención al modelo económico vigente y valorar seriamente sus límites estructurales.
Se he dicho muchas veces, pero no carece de sentido insistir en que la terciarización económica fue una apuesta económica equivocada, por más que generara beneficios extraordinarios a quienes se posicionaron ventajosamente, no sin un fuerte respaldo estatal, en un modelo económico centrado en los servicios financieros, los seguros, el comercio (medicamentos, autos, armas, drogas, etc.), el turismo y los servicios de seguridad.
El precio que como sociedad se pagó –y se sigue pagando— por esa apuesta económica ha sido y es demasiado alto. El abandono de la agricultura, el estancamiento industrial, los bajos salarios, la erosión del tejido social, el surgimiento de una cultura consumista y voraz, el deterioro de la educación en los planos científico-técnico y ético, y la proliferación de actividades criminales guardan relación con un modelo económico diseñado para obtención de rentabilidad con el mínimo esfuerzo, en el corto plazo y teniendo en la mira los intereses de los “ricos más ricos de El Salvador”, tal como los llamó en su momento María Dolores Albiac.
De tal suerte que un nuevo Acuerdo de Nación no debe perder de vista la necesidad de replantear, sobre unas bases distintas a las de la terciarización, el modelo económico que ha de servir de soporte a un proyecto de país, más inclusivo, justo y solidario.
Por lo menos, debe discutirse en serio el tipo de terciarización que se impulsó en El Salvador desde 1989, lo mismo que sus fines, pues son estos últimos –enriquecer a manos llenas a quienes la administraron desde las esferas política y empresarial— los que pervirtieron cualquier resultado positivo que aquella pudiera haber traído a la sociedad en su conjunto.